La centralidad de Alberto Fernández, que es una condición de liderazgo indiscutible, lo deja a merced de todo, de facturar los aciertos y que se le endilguen todos los errores mientras la pandemia y las pesadas herencias no dan respiro.
Para evitar reproches dramáticos de entrada, diremos que para actualizar cifras de infectados, fallecidos y recuperados y comparar la curva argentina con las de Estados Unidos (donde apilan cadáveres en camiones frigoríficos y pistas de patinaje) o Ecuador (donde implementarán fosas comunes) hay cientos de posteos y formatos livianos y perecederos. Y para responder la pregunta ¿hasta cuándo la economía puede soportar la parálisis comercial y fabril? sólo acudiremos a la secuencia sagrada del keynesianismo de guerra (que sería revertido superada la pandemia para recuperar la inversión): salud manda, gobierno conduce y economía hace los números que hagan falta para responder ante la emergencia de preservar la vida. Pero la salud es un estado de bienestar físico y síquico: incluso en vivienda apta para cuarentena familiar, comiendo regularmente y preservando el laburo, ¿no falta algo?
Una dimensión escasamente relevada pero que explota en cientos de escenas cotidianas a falta de datos más abarcativos, es el impacto de las psicopatologías asociadas, generadas o agravadas por las condiciones de aislamiento social y que se expresan como conductas individuales (no conviene olvidar al sujeto psíquico como unidad irreductible y a la vez reservorio social de resistencia que impide que el capitalismo capture al sujeto por entero, realice el crimen perfecto) pero insertas en el ámbito de relaciones cotidianas y forzadas por la emergencia de una pandemia sin cura probada, cuya única vacuna preventiva –más allá del mantra del hipertesteo– es el aislamiento social obligado por un gobierno con alto prestigio y autoridad social, con resultados concretos para reimpulsar la cuarentena masiva y dotar al esfuerzo colectivo de una épica de notable eficacia y ordenada en una secuencia potente: estamos todos juntos dando una verdadera guerra contra un enemigo invisible y lo estamos logrando.
En poco más de 100 días, Alberto Fernández ya ha dado varias veces la talla como jefe de estado, como conductor de una coyuntura enormemente compleja y sobredeterminada por la pavorosa e impagable deuda contraída por el macrismo. Y no es un montaje propagandístico: duerme una tres horas por día o cuatro, supervisa cada área de la gestión pidiendo cuentas al minuto a sus ministros y asesores, sobrevuela ciudades y pueblos controlando el cumplimiento de la cuarentena, declara a tiempo, corto y preciso, pide lo que da y eso le da una enorme autoridad ética y moral para exigir cualquier sacrificio. Y de yapa se permite explotar como cualquier vecino ante la crueldad insolidaria de Rocca o Caputo despidiendo 2190 trabajadores, parte de una contraofensiva de grupos económicos que desafían la convocatoria antigrieta, que saben como Magnetto que todo pasa, los gobiernos y las pandemias, pero ellos quedan y por tanto la grieta, su excepcionalidad histórica (que es la verdadera) los constituye, así son y así les gusta; la épica de la unidad no les importa un bledo y están dispuestos a custodiar sus ganancias y marcarle la cancha a un presidente que posee una aceptación social transversal pocas veces vista y que debe ser defendida con la misma potencia con que es agredida. Pero este es otro asunto. Que Alberto duerma poco, se angustie, se sobreponga a las limitaciones, administre logros y frustraciones y que encima dé la batalla discursiva por todos los medios y sea la voz que cohesione por encima de sus ministros y voceros, ¿es estrictamente necesario? La salud física y emocional de Alberto es una cuestión de Estado, el primer bien colectivo a proteger, pues Cristina no es Alberto (como no era Néstor) y los procesos históricos no se sostienen al margen de los líderes que los encarnan. Alberto ocupa todo el ancho de banda y sabe que –como declarara Ginés González García sin ser psicólogo– la épica del encierro tiene limitaciones y que con IFE, jubilaciones y AUH reforzadas y despidos congelados por decreto se resuelve mucho pero no todo.
Escenas de la vida ordinaria
Los repartos actorales del encierro son variados e incluyen dramas unipersonales (argentines que viven solos por elección pero socialmente aislados por obligación) y familiares en todos los formatos de familia imaginables (con dominancia no excluyente de las heterosexuales con o sin hijos y entenados). La estabilidad emocional y fortaleza de los vínculos relacionales está afectada por las siguientes variables o insumos:
• La imposibilidad de habitar una vivienda suficientemente cómoda ni digna para realizar el aislamiento y distanciamiento social a la vez que se declama por todos los medios.
• La falta de recursos para alimentarse adecuadamente y proveerse de los artículos de desinfección indispensables.
• Los recursos emocionales e intelectuales para resolver el sabido consejo de “generar rutinas con división de tareas que deberán ser respetadas, conservar espacios de reclusión personal, afrontar disputas eventuales con madurez, acompañamiento de rutinas escolares y recreativas en los niños, evitar consumos problemáticos de sustancias” y toda clase de decálogos bienintencionados pero de imposible cumplimiento fáctico, salvo para un tercio de familias o individuos en los que incluso con las condiciones básicas muy resueltas, todo esto puede fallar.
• Los hogares en donde la violencia familiar patriarcal, descargada contra mujeres y niños deja a las víctimas confinadas y presa fácil de abusadores, que ya produjeron 12 víctimas en 15 días de cuarentena, que completan la pandémica cifra de 86 en lo que va de 2020.
• La Infodemia que difunde profecías apocalípticas manipulando datos y declaraciones de “especialistas”, desprestigiando la conducción política de la crisis y generando una excitación histérica con el conteo al minuto de la cantidad de infectados, muertos y recuperados, potenciando la angustia social como antes con las actualizaciones del valor del dólar o el riesgo país como indicadores de una debacle social y económica inevitable, que sumía a millones en pánico, depresión e impotencia.
Aquello que afirma Ginés como sanitarista, la psicóloga y coordinadora del Programa las Víctimas contra las Violencias del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos Eva Giberti lo pone en términos específicos y ofrece su mirada sobre el caldo emocional de la cuarentena:
“Tres instancias diferentes como la comunidad, el público o los individuos coinciden en un sopor temulento, que tiene componentes de ira o miedo contenidos. Las condiciones de encierro suelen agudizar las propias neurosis preexistentes, doble trabajo para aquellos que están menos afectados y hacen esfuerzos por superar los síntomas en condiciones forzadas, y agravándose en quienes ya venían capturados por sus psicopatologías. Las convivencias obligadas estrujan los lazos interpersonales hasta vaciarlos cualquier "buena onda" que pueda impulsarse con canciones colectivas soportadas por las redes sociales y los conciertos por TV. Al mismo tiempo, los que desafían la ley se portan como idiotas, confundiendo la propia salud con la de los demás, sin cuidarse ni cuidar a sus congéneres. Las dos perspectivas se mostraron brillantemente en estos días. El hecho psicológico a la vista es que los humanos están tristes, asustados y en peligro”.
Dicho sea de paso, Giberti aclara cómo funciona el Programa que coordina desde 2006: “no somos un mero numero de teléfono como el 144 que da consejos, nosotros vamos con un auto policial, una trabajadora social y una psicóloga a la casa o a la comisaría donde se haya refugiado la víctima y la llevamos al tribunal para que haga la denuncia. Siempre fue así, pero ahora por tratarse de un programa "de salud imprescindible", estamos en la calle todo el día y recibiendo denuncias en el 137, que aumentaron un 120% aproximadamente. Siempre cara a cara con la víctima. Ahora nos encontramos con el violento, antes de la pandemia la víctima nos recibía cuando el sujeto no estaba en la casa”.
¿Todo fervor perecerá?
Buena parte de la construcción heroica (millones de héroes individuales que componen un solidario héroe colectivo) descansa en la excepcional credibilidad e imagen positiva de un presidente que pide sacrificios enormes, cambios en la cultura ordinaria de consumos culturales y materiales, en los hábitos de circulación y relaciones sociales muy complejos; pero que puede hacerlo porque da todo de sí, monitorea las emociones y las reacciones de la sociedad y los poderes invariables que la condicionan (medios de comunicación, entidades religiosas, bancocracia, cámaras empresarias de todo rubro) y toma decisiones permanentemente copiando lo mejor de lo que se ha experimentado hasta ahora, quemando etapas si cabe y por cierto –en un altísimo nivel de exposición pública y fidelización caliente de albertistas– “quemando” también su propia imagen, el poder performativo de sus arengas (dice palabras que inducen comportamientos casi sin pérdida ni desacato) poniéndola al frente del dispositivo comunicacional y político del Frente de Todes.
Esta potencia, expresada en una pandemia excepcional que se desploma sobre Alberto Fernández pero sin embargo lo fortalece (al contrario de lo que sucede con la gran mayoría de los presidentes del mundo, incluso Donald Trump) ha despabilado al dispositivo hoy opositor, que ha perdido credibilidad y el control del gobierno, pero ya no oculta lo poco que le importa el programa antigrieta, los armisticios de coyuntura y el alfonsinismo del siglo XXI con que se lo interpela. En plena pandemia, contestando fuerte y claro la invitación de ser solidarios, proteger la vida en vez de la economía y resignar ganancias extraordinarias, desafían a cielo abierto la autoridad presidencial, le bajan el precio a sus convites y nos recuerdan que “nos salvamos entre todos o no se salva nadie” es un slogan potente para alimentar la épica popular de la guerra colectiva contra el enemigo invisible, pero que ellos han sobrevivido muchas veces a crisis devastadoras y muchos cumplen más de 100 años en el centro de la escena política y económica. Y no hablamos de las empresas PyMes fuertemente atadas al mercado interno (que dejaron 23.000 víctimas en los cuatro años macristas) o los pequeños comerciantes y chacareros (básicamente arrendatarios de campos ajenos). Son empresas como Techint, Mirgor, Autopistas del Sol, las Cámaras de Clínicas y Sanatorios Privados y las prepagas o la Unión de Aseguradoras de Riesgos del Trabajo, la Mesa de Enlace y los grupos de medios que sostuvieron a Cambiemos, que desatan una guerrilla contra el keynesianismo de guerra del Frente de Todes.
Desde los 1450 despidos de Techint no paran de marcarle la cancha al presidente: que no se puede unificar la gestión del sistema de salud bajo dirección estatal (Irlanda y Francia sabrán porqué y cómo hicieron semejantes aberraciones stalinistas), que no se puede dejar pasar gratis a camiones con alimentos y artículos críticos para la emergencia por corredores privatizados, que no se metan con la cadena de valor de la carne, que los controles de precios son el verdadero abuso (pese a las denuncias y clausuras los precios suben entre un 3% y un 4% semanalmente), que no se puede reconocer el Sars Cov 2 como agente de riesgo laboral y su manifestación Covid 19 como enfermedad profesional, que el daño de la parálisis del aparato productivo y de servicios es superior a las vidas que se cobraría el coronavirus sin cuarentena y así hasta el paroxismo, que sería algo así como el Mago Sin Dientes tomando sol en una reposera en la 9 de Julio.
Más allá de la solvencia de Ginés y su comité científico, Daniel Arroyo o Agustín Rossi, la estrategia es una sola y se cifra en la credibilidad de Alberto y la eficacia de sus decisiones (que deberán ser obedecidas por creíbles y consistentes). Allí se juega la sustentabilidad emocional del aislamiento social inducido, las posibilidades de prolongarlo o administrarlo sin que se disparen contagios ni muertos después del 12 de abril. Y esta centralidad de Alberto, que es una condición de liderazgo indiscutible, lo deja a merced de todo, de facturar los aciertos y que se le endilguen todos los errores mientras la pandemia y las pesadas herencias no dan respiro: si los bancos no tienen logística para los jubilados y funcionarios de menor rango no organizan ni prevén nada, si el grupo de mayor vulnerabilidad y que seguramente quede recluido después del 12 de abril (y tienen que volver a cobrar sus haberes en mayo!) se amontó por cientos ante bancos y cajeros y puso en riesgo todo lo ganado en dos duras semanas, ¡también es culpa de Alberto! Muchos de sus funcionarios le hacen un flaco favor y la factura queda servida para ser utilizada en su contra.
Porque sobra voluntad y compromiso pero escasean ideas y asumir riesgos (políticos, no sanitarios) no parece ser el sino de la época. Cuando el compromiso social con el aislamiento, la relación pueblo y gobierno (casi sin intermediarios), el rol del Estado benefactor y activo y la solidaridad como valor central están más fuertes, las cincuenta fortunas milmillonarias de la patria (que no es el campo) amagan con una colecta por respiradores y cuando crece el rumor de un impuesto extraordinario descargan lastre (léase echan trabajadores por cientos o miles) y consiguen que la clase política impulse genialidades tales como recortes de sus propios sueldos y la suspensión de aportes gremiales, sin hacer la más elemental cuenta acerca del impacto real de semejantes gestos patrióticos, contra lo que implicaría que los que están salvados por varias generaciones pongan algo o devuelvan una porción mínima de lo muchísimo que ganaron siempre (incluso en los 12 años de kirchnerismo). Alejando Bercovich, con las fortunas declaradas en una mano y una calculadora en la otra, estimaba que si se le cobraba un impuesto especial del 2% a las 50 fortunas que poseen más de 50 millones de dólares, con una sobrealícuota del 3% para las 35 que superan los 1.000 millones, se podrían recaudar 28.600 millones de pesos, 143 veces más que lo que planea recaudar Sergio Massa recortando las dietas de diputados nacionales.
Pero nuestros políticos –hipersensibles al tañir de las cacerolas animadas por el inefable Marcos Peña– se arrojaron masivamente sobre la granada para que las esquirlas de una explosión de solidaridad de arriba (¡muy arriba!) hacia abajo no lastime a los Rocca, los Bulgheroni, los Roemmers, los Eurnekián, los Galperín y tantes otres. Pocas demostraciones más claras de que el poder real no sólo se ejerce en tiempo presente, con pandemia y todo, sino que pedagogiza de manera implacable a los que debieran imponerles las reglas de juego.
Pero al frente y consciente de que ésta pandemia debe dejar la menor cantidad de muertos posibles, pero que regará el país de pobres y secuelados, bien al frente, está Alberto. El que deberá calibrar la agresividad y el retorno de calificativos tales como “miserables”, “tontos”, “locos” o “irresponsables”. Merecidos en muchos casos pero que sin una acción ejemplar y consecuente con esas calificaciones, puede redundar en la demostración pública de que los que pueden hacen siempre lo que quieren y el principal activo que sostiene la angustia, los miedos y el esfuerzo de millones de argentines puede comenzar a perder fuerza centrífuga, ascendiente del que depende el éxito –sin vacunas a la vista- de la estrategia que nos permite atravesar esta tragedia humanitaria en mejores condiciones que Italia, Francia, España, Brasil, Ecuador o Chile. Cuidémonos, cuidemos a Alberto y que así sea.