Hace poco vi una película que comienza con la siguiente cita sobre el amor: “Vivimos en un universo gobernado por el caos y el azar, donde solo se necesita un breve momento de mala suerte para que todos nuestros sueños y esperanzas se vayan por el retrete”. Ustedes estarán pensando qué carajos tiene que ver eso con el amor. Yo también pero me pareció bastante oportuna para ilustrar lo que nos está pasando actualmente: un tipo se morfó un murciélago más o menos crudo en una provincia inhóspita de China y de pronto a un santafesino que nada que ver, todo lo que tenía planeado a mediano plazo se le fue a la mierda y sin que pudiera hacer absolutamente nada para evitarlo.
En este contexto de inédita excepcionalidad, hay instituciones que se creen capaces de sostener una normalidad imposible. Entre esas instituciones, está la educativa. Muchas escuelas y universidades han dado cauce al cursado desde la que creen es la única opción válida: la educación a distancia.
Justificades en algunas estadísticas que podríamos matizar y algunos conceptos que ante la actual situación demostraron su debilidad, casi todos los niveles educativos saltaron a la experiencia de las clases virtuales. Yo lo llamaría un salto de fe. Pero tal vez esté equivocado y por eso tenga más preguntas que respuestas sobre estas nuevas modalidades pedagógicas.
Según el INDEC, el 79% de les argentines tienen acceso a Internet. La mayoría se conecta desde su teléfono móvil. Ante esas cifras, nadie estaría tentade de poner en duda que el país está preparado infotecnológicamente para bancarse la educación virtual. Es decir, la brecha digital estaría saldada. Aunque podríamos preguntarnos: ¿cómo está repartido geosocialmente ese 79%? ¿De manera equitativa, democrática y federal? ¿Llega la conectividad a todo el país por igual? ¿Cómo es la calidad de la conexión?
Pero además una cosa es el acceso y otra el uso que hago de la tecnología una vez que accedí. Mi mamá tiene smartphone, wifi en la casa y, sin embargo, si le pido que me mande una foto me putea porque no sabe. Mi mamá también forma parte de ese 79% que accede. Pero no hace falta ser dos generaciones mayor a les famoses “natives digitales” para saber que muches de quienes tienen un smartphone no lo usa al máximo de sus potencialidades. La pregunta es para qué uso la tecnología. Yo sospecho que la mayoría la usa para consumir un resumido contenido de información, y no para producirla. Lo mismo podría decir del conocimiento. Qué población de la comunidad educativa que accede a las TICs conoce plataformas educativas digitales. Cuántas veces las usaron. Quién les capacitó. E insisto en que no estoy pensando en quienes se supone son les que mayores resistencias a estas innovaciones tendríamos; estoy pensando en les natives digitales.
En mi primera semana como profesor virtual, mi trabajo fue más bien ser un soporte técnico para les alumnes que un docente, por un hecho puntual: estamos casi todes en la misma, sin un plan. Entonces, creer que estes pibes están preparades de manera innata a producir conocimientos con sus celulares porque los manipulan desde que nacen, es como creer que yo porque desde pibito manejo el control remoto de la videograbadora mejor que mis viejes, puedo filmar la trilogía de El Padrino. Si ser native digital significa saber jugar al Candy Crush, la desigualdad social y las relaciones de poder no se inmutan, solo cambian de forma. Esta es la segunda dimensión de la brecha digital: ¿quién produce conocimientos y quién consume información? ¿Quién dice cuál es la información que se debe consumir? Nosotres, académiques, ¿de qué lado de la mecha estamos?
Ustedes dirán, quizás con razón, que “peor es nada”. Yo no estoy muy seguro de eso. No dudo de la buena voluntad de les individuos que formamos parte de esta comunidad: todes queremos que la cosa funcione. Pero la educación pública no puede depender de la buena voluntad de un grupo de individuos. Espero que todo esto no sea consecuencia del miedo al “año perdido”, si por ello entendemos el simple acto administrativo de aprobar materias. Y no porque recibirse no sea un deseo y un derecho válidos, sino porque es hipócrita continuar como si nada, en tanto institución que se jacta de su excelencia, cuando les profesores no podemos garantizar una autoridad suficiente para evaluar procesos de aprendizajes con herramientas de enseñanza que no sabemos usar. Y les estudiantes, creo, tampoco. El deseo de una educación de excelencia también es un derecho que el sistema educativo debe garantizar. De otro modo, el año también está perdido.
No desconfío de la educación a distancia planificada. Creo necesario aprender a usarla. Pero eso no puede depender de mi voluntad y tampoco me puede hacer perder de vista lo fundamental: les estudiantes. Es una decisión política capacitar profesores para garantizar el derecho a la educación (a distancia) de calidad. A una educación para la que quizás, como diría Marty McFly, nosotres no estemos preparades pero que a nuestres hijes les encantará.