“Este no es el fin del mundo que me habían prometido. Me imaginaba con el brazo biónico y el pelo rapado de Charlize Theron, cortando caño en el desierto arriba de mi camión”.
Este no es el fin del mundo que me habían prometido. Yo realmente flasheaba otra cosa. Me imaginaba con el brazo biónico y el pelo rapado de Charlize Theron, cortando caño en el desierto arriba de mi camión. En cambio me tengo que conformar con el pelo masticado que me corté sola en un rapto de locura cuarentenial. Sí, quedó feo. Y eso que tengo la mitad de la cabeza rapada. Había un 50% de posibilidades de arruinarla y la arruiné, obvio.
No me quiero quejar mucho. Quejarse mucho es de privilegiade. Eso aprendimos en la cuarentena. Palabras como “privilegio” y “epidemiológico” y “romantizar” y “masa madre” y “yanardo” y “sanitizante” y mi favorita: “infectadura”. Cientos de miles de jóvenes y no tanto en todo el país sintieron al leer esa palabra el frío en la espalda que reconocemos todes en mayor o menor medida: ese que te corre por la médula cuando mandás un trabajo grupal a medio hacer al titular de la cátedra soltando al aire un “ya fue, dejalo así, esperemos que alcance”.
Hemos aprendido también que podemos hacer cosas sin mostrarlas en redes sociales. ¿A que sí? Cantidad de asados, juntadas y peñas que se han hecho de forma clandestina en estas semanas y que no terminaron en una story de Instagram o un post de Facebook con alguna frase del estilo “los gustos hay que dárselos en vida” o algo así. Quizás podríamos aplicarlo a las fotos de sus mascotas y de sus sobrines. Les bebés recién nacidos siempre son horrendos. Vos también lo serías si te hubieras pasado nueve meses flotando en un líquido percolado. Parecen más un pickle que una persona. Las cosas como son.
La curva que verdaderamente achatamos al toque fue la de la productividad. La mayoría arrancó la cuarentena cumpliendo con la divina trinidad de los mandatos de redes: había que mantenerse ocupade, había que ponerse reflexive y había que hacer de esta cuarentena una experiencia sensorial de autoconocimiento. Ahí se embarcaron en la misión imposible de mantener una rutina de ejercicios, una de consumos culturales y una de momentos de “distensión” (también rutinados) imposibles de sostener en el tiempo. Con un pie hacían jueguitos con el papel higiénico mientras que con las manos armaban un budín de Paulina Cocina que también podía llegar a funcionar como mascarilla facial. Y todo esto, claro, mientras leían un artículo de Paul Preciado sobre el virus y la cuarentena y tal. Obvio que esto duró poco. Primó eventualmente la cordura. Y llegamos a esta etapa de cuarentini con la bata puesta, las pantuflas cómodas y Rebelde Way de fondo. Esa etapa para mi arrancó bastante antes. Yo no hice el esfuerzo por sostener la utopía de la productividad. Mala mía, eh. También de a ratos la pasé muy mal. Como diría Mía Colucci, no es fácil ser yo.
El tema es que ahora que sentimos que estamos recuperando ciertas libertades, este mes de junio se siente un poco como un diciembre anticipado. El 2020 como lo pretendíamos está perdido. Lo proyectado se evaporó en una nube de lavandina y covid. ¿Y ahora? Ahora podríamos aplicar lo aprendido y no tirarnos esas frases de libro berreta de autoconocimiento que alguien imprime en un flyer con la cara de Frida Khalo.
Permítanme dudar de nuestra capacidad de aprender de las situaciones complejas. Sin ir más lejos, una gran parte de la población mundial se pasó los días pandémicos y de crisis económica dedicándole su tiempo a copiar videítos en TikTok. Somos unos bichos hermosos. No hay virus que pueda con eso.
Debo decir que no me tomé nunca muy a pecho la posibilidad de enfermarme. Una parte de mi, esa que escondo y que a veces le da un toque la razón a los tierraplanistas pura y exclusivamente por el hecho de que los encuentra adorables, creía que quizás esos años de comer Palitos de la Selva sin sacarles el papel y de haber tomado Frizee del tipo “Evolution” del pico en la puerta de La Base me habían fortalecido el sistema inmunológico. Ahora nunca sabré si no tuve Covid porque me lavé bien las manos o porque consumí vino azul en la adolescencia. Puedo vivir con la duda.
Este no es el fin del mundo que me imaginaba, con Donald Trump desnudo y recibiendo un bronceado trucho, con vivos de Instagram que me sacan las ganas de vivir, con un tío que no aparece hace décadas y que ahora, justo ahora, quiere hacer una videollamada cuando yo tengo dos vasos de vino arriba y la remera manchada con tuco. Pero falta lo peor. Falta que salgamos de esta en dos semanas o en seis meses y ahí, cuando todo esté arrancando de nuevo, cuando les intelectuales empiecen a dar workshops sobre la “nueva normalidad”, nos caiga el tendal de publicaciones de los nuevos filósofos de futón, recibidos durante el aislamiento, con profundísimas reflexiones acerca de lo que aprendimos de la cuarentena, de lo poderoso que es un abrazo, de lo efímera que es la vida y andá a saber qué más. Se me desintegra la billetera de sólo pensarlo.
Ahora nos enfrentamos al peor desenlace: uno en el que incluso si recuperamos los lisos, probablemente por un tiempo no vayamos a recuperar los ingredientes. De eso quiero una filmina, Alberto. Explicame, de una buena vez, que el Covid no queda pegado al maní y que puedo compartir con amigues ese rito tan ancestral como bromatológicamente polémico.
Este no es el fin del mundo que me esperaba. A futuras generaciones les contaré un cuento de conversaciones en Zoom donde las palabras más repetidas fueron “¿ahí me ves?, ¿se me escucha?”. Diré que aprendí a sostener el celular entre los pliegues de mi panza y a respirar suavecito para que no se caiga mientras miro un tutorial sobre construcción en seco pura y exclusivamente porque puedo.
Eso, claro, si acaso sobreviven les niñes para transformarse en “futuras generaciones”. Porque presiento que más de une me está leyendo mientras de fondo suena por octava vez en el día algún temón de “La Granja de Zenón” y se pregunta, por un instante, si será tan malo cumplir con una condena por filicidio ahora que ya aprendió a estar encerrade.