Al cortarse los vínculos con los demás, esta cuarentena supone un aislamiento forzoso destinado a preservarnos, unos y otros, de eventuales posibilidades de contagio de esta horrible enfermedad.
Dicho aislamiento consiste en quedar sin el sustento básico de toda vida humana: el contacto con los otros. Uno es, sabemos, en tanto podemos pensarnos y vivirnos en las relaciones de intersubjetividad que nos constituyen. Cuánto tiempo podemos tener este quedarnos en casa sin volvernos locos, no sabemos.
Para poder pensarnos necesitamos recurrir a conocimientos previos de nuestra propia vida: cómo transcurrieron esos dos años en que estuve presa, en mi caso. Fueron dos años intensos, donde conocí a gente maravillosa y a personas abyectas, y no puedo escribir “tanto como” porque entre unos y otros había una enorme discontinuidad. Lo certero es que yo reconocía que, forzada a vivir en el encierro, a pesar de que tenía pocos años de vida, había un fondo en mí muy consolidado, que brotaba de mi vida anterior, desde la casa llena de gente en que había nacido, en medio de una institución fuerte, mi familia. Ahí estaba el secreto de tantísimas cosas. Entre ellas, un concepto del honor y la dignidad que, vaya a uno a saber por qué, me dejaba yacer en la seguridad de que nadie podía quebrar mi espíritu siempre y cuando las condiciones de ese encierro no supusieran una violación extrema como ser expuesta a la tortura física, por ej. En ese punto, ya no podría confiar en mis conocimientos previos de mí misma, porque es de las cosas que hay que atravesar para poder averiguarlo: “nadie sabe lo que puede un cuerpo”.
Adorno y Horkheimer, en un texto de la Dialéctica de la Ilustración, escrito poco después de la Segunda guerra, dicen que en la tortura, el torturador pretende reducir al torturado a su mero cuerpo. Es decir, volverlo similar a él mismo, porque quien tortura carecería de espíritu. Es decir, si uno se quiebra y, por ej, se convierte en un delator, he aquí que ha perdido el espíritu que lo mantenía en una posición superior al torturador. Los sentimientos respecto de sí mismo que ha de experimentar el delator o la delatora, han de ser tan horribles que ni podemos pensar en ellos. Pero, sabemos, la mente siempre se acomoda a la realidad y se consolará inmediatamente pensando: bueno, tenía que subsistir.
De todo aquello hay un resumen posible: yo recuerdo mi vida año tras año, de la manera simple en que se encadenan las cosas en la memoria y el tiempo, pero hay dos años que no aparecen sino separados del devenir: los dos años de prisión. Esos dos años están apartados. No los viví. O no los viví yo. Alguien los vivió por mí. La cárcel vivió dos años de mi vida en mí.
Me resistía a poner en una clase similar a este momento de mi vida, pero ahora no puedo hacerlo; esta experiencia es una vuelta a la prisión.
Recordaba esta mañana, puesta a pensar en escribir para Pausa, una frase de los tantísimos cursos sobre metodología de la investigación y epistemología que hice durante mi vida como profesora. La famosa epojé epistemológica. La suspensión de nuestra creencia en la realidad del mundo “como recurso para superar la actitud natural”- Nada que ver. Se trata sólo de la palabra suspensión. Nadie que no tenga hijos pequeños o un gran amor puede atravesar este aislamiento sin pérdida.
Pero, vamos, la conciencia dice, no podés, no podés, sin ser un poquito canalla, a la luz de las miles de miserias que acechan al mundo, asimilar punto por punto una experiencia de muerte con una de cuidado de la vida. Es obvio que no. Pero cuánto me cuesta arrancarme de allí.
El año pasado mi hija organizó una fiesta maravillosa cuando cumplí años. Fue una fiesta sorpresa y estaba casi toda la gente que yo hubiera invitado si se me hubiera ocurrido hacer una gran fiesta por mi aniversario. A pocos días de mi cumple, temo que sólo experimente tristeza. Pero así, suspendida entre la vida y la muerte como el gato de Schrödinger, así y todo, tendré que confiar en que la fiesta vaya de afuera hacia adentro. Del abrazo hasta mi corazón.