En pandemia, si se tiene patio, es oasis y observatorio de naturaleza. Por el barrio donde vivo los loros se pelean al mediodía y los aguiluchos otean la mañana, y cada tanto, lanzan un llamado mientras planean. Se oyen retazos de conversaciones de los vecinos, como se oirán las nuestras. Los patios no concentran energías como los interiores, salvo que haya muertos enterrados. Nunca viví en patios con muertos, salvo con animales familiares.
Mi primer patio puedo nombrarlo tierra. Era el de la casa donde vivían juntos mi madre y padre. En ese patio yo hacía agujeritos en la tierra, sacaba el dedo sucio y negro y me lo chupaba. De comer tierra pasé a comer bichitos bolita. Hurgaba y los comía, como caramelos. Paré de comerlos cuando me caí de la hamaca. Tuve un pasmo del susto, me dijo mi abuela. Había aprendido a empujarme sola, era verano. En un momento de velocidad solté los brazos de las cadenas y los puse como un avión de carne gordita y la transpiración en el culo y las entrepiernas me hizo resbalar. Me caí de rodillas y aterricé con las palmas abiertas. Quedé en posición de perro y me incorporé enseguida: las manos las tenía raspadas enteras, coloradas.
El segundo patio, el de mis abuelos, lo nombro pasaje. Era de cemento y tenía canteros. Al lado había gallinas, y del otro lado, cerdos. Esos olores pasaban los techos y se colaban en las piezas en el verano. En el fondo había una puerta de madera que comunicaba con el patio de la segunda casa del pasillo donde vivíamos, y así hasta llegar a la calle. En total eran cuatro patios conectados. A la siesta, si venían de visita, jugábamos con los nietos de los vecinos. Peregrinábamos de casa en casa charlando con cada habitante: una señora doblada en dos que hablaba de sus dolores; una señora que leía la Biblia y curaba el empacho, y su marido que tejía alfombritas y bolsas de los mandados con sachets de leche; otro vecino al que le gustaba mucho contar chistes, y su hermano jorobado que nos daba miedo; mi abuelo que era zapatero y cortaba suelas con el cuchillo. Nosotros íbamos y veníamos, escondíamos cosas entre las plantas, debajo de las piedras, atrás de las puertas, y las buscábamos. El que las encontraba se las llevaba.
El tercero, el de mis otros abuelos, lo nombro con la palabra prohibido. Lo llenaban con tarros con agua y detergente donde flotaban caracoles muertos que comían las plantas. Tenía una piedra de afilar y un cuartito de las herramientas con frascos llenos de tornillos, tuercas, hilos, alambres, aceites, grasa, tornos, voltímetros, plantas eléctricas para probar artefactos caseros. No podíamos ir nunca ahí: o había que dormir la siesta o era peligroso. Yo me escapaba y guardaba caparazones de caracoles, después los pintaba de colores en mi casa.
Del último patio digo la palabra maleza. En ése todo era posible porque los amigos de mis abuelos tenían cuatro hijos, y una casa muy grande, en Laguna Paiva. El patio de adelante desbordaba de helechos en macetones de cuatro patas, alrededor de la mesa redonda de granito, y entre las grietas del cemento crecían libres los yuyos con flores del sapo. Continuaba en galería y llegaba al fondo, lleno de malezas y árboles, con gallinero abierto. A mí me mandaban a buscar los huevos a la mañana. En una de las últimas visitas que hicimos habían transformado el gallinero en criadero de pollos con luces y calor. Los pollitos piaban sin parar abriendo los picos y pidiendo alimento que los dueños de casa les daban en la boca. Les prendían y les pagaban las luces como si fuera de día o de noche para que engordaran según sus requerimientos.
En todos los patios yo enterraba algo: una cartita, una figurita perdida, un zapato de muñeca suelto, un pedazo de juguete roto. A veces encontraba otros objetos enterrados, o perdidos: botones, chapitas, bolitas de vidrio. Mi hijo hace lo mismo en las planteras de nuestro patio, o en los huecos de la ventilación. Hace poco encontró un botón rosado con un elefante lila dibujado, salió de un resquicio entre la puerta de metal verde del asador y el gozne. Pensé en la acción de esconder objetos y dejar una marca. Me pregunté si la infancia es ese rastro, y si lo que falta, viene a ser nuestro relato.