El 4 de julio, el día de la independencia norteamericana, es la fecha más conocida en el mundo occidental. Hollywood se encarga desde hace décadas de que la efeméride se nos quede bien grabada en el cerebro, si no con películas alusivas al tema, con escenas de espectaculares fuegos artificiales cada vez que la narración coincide con esa fecha. No es difícil encontrar niños o adolescentes (incluso adultos) argentinos que sepan cuándo se independizó Estados Unidos, pero que no distingan el 9 de julio del 25 de mayo.
Cuando hace unas semanas leí la noticia de que Boston había suspendido su tradicional concierto y su show de fuegos artificiales por la pandemia, se me ocurrió que probablemente otras ciudades iban a hacer lo mismo. Hoy volví a buscar información sobre el tema y encontré que en Washington no habrá desfile y se emitirá un concierto pregrabado. Algo similar sucederá en Filadelfia, donde el famoso festival Wawa será virtual.
Pensamiento apocalíptico mediante, la celebración del 4 de julio de 2019 se me presentó como la última de la historia de esa imponente nación, aunque nadie lo haya vivido así en su momento.
Yo mismo participé de esa celebración el año pasado. Recuerdo que, después de advertir que estaría en los Estados Unidos para el 4 de julio, tuve que decidir dónde iría a ver los fuegos artificiales. Como iba a estar en la costa este, las principales opciones eran Washington y Nueva York. La capital o ciudad que nunca duerme.
Por un lado, el tradicional desfile, casi pueblerino, de Washington, se vería invadido caprichosamente por un despliegue de tanques militares y demostraciones de fuerza, como ya Trump había anunciado.
Por el otro, el principal festejo en Nueva York consistiría en una tracalada de fuegos artificiales que se prolongaría por más de quince minutos sobre Times Square, esa meca del consumismo rodeada de pantallas gigantes que nos ha convencido de que detenernos a mirar publicidad es una actividad turística.
Mis defensas anticapitalistas y la intención de evitar una ciudad vallada por orden del presidente me llevaron a pensar en una tercera opción: Filadelfia. La ciudad donde, al fin de cuentas, se había declarado la independencia.
Hoy ese viaje me parece bastante distante en el tiempo, pero no fue hace tanto. De seguro fue en otro mundo, un mundo sin pandemia ni distanciamiento social. ¿Habrá sido el 4 de julio de 2019 la última gran fiesta norteamericana? ¿Entraremos en una escalada de nuevos virus cada año que cancelarán para siempre los eventos multitudinarios? Algunos piensan que sí. No lo sé, pero la hipótesis me alcanza para que el recuerdo cobre ahora, si no valor para una crónica, al menos una pátina más brillosa.
2 de julio
Me encuentro en viaje a los Estados Unidos de América. Tengo la visa desde hace un par de años por otro viaje que al final se canceló. Así que esta vez es una especie venganza.
El avión es un Boeing 737, similar a los que desaparecieron en los últimos meses, pero un modelo ligeramente distinto. Este, me comenta un colombiano que viaja a en el asiento de al lado, tiene la versión del sistema operativo actualizada. Para mí, que soy programador y veo a diario el lado B del software, eso me da más temor que seguridad.
Saco los auriculares de la mochila y me pongo a ver Spider-Man: Homecoming antes del despegue. No me gusta mirar por la ventanilla.
3 de julio
Llego a Filadelfia para lo que es el final de una semana entera de festejos. La ciudad es limpia y ordenada. Tiene edificios imponentes, pero el punto que más me llama la atención de los que figuran en el mapa que me dan en la estación de trenes es Rocky Steps, la escalinata que el semental italiano sube corriendo mientras entrena.
Una curiosidad: la trama de la película de 1976 inicia cuando el campeón de boxeo Apollo Creed se queda sin contendiente para su pelea en conmemoración de los doscientos años de la independencia de Estados Unidos y elige al azar a Rocky por su apodo.
Camino hasta el hotel y me registro. Hay una máquina de café y snacks gratis. En la sala común hay un ejemplar del Philadelphia Inquirer del día; en la tapa hay una foto de dos jugadoras de la selección femenina de fútbol. El titular reza On the final.
El primer lugar que visito después de dejar el bolso en mi habitación es el Independence Hall. Hay una visita guiada en la que se nos muestra la sala en la que sesionaron los representantes de los trece estados originales y nos cuentan que la verdadera fecha de la declaración de la independencia es el 2 de julio, pero que se necesitaron dos días más para terminar de redactar el acta y preparar su difusión.
El lugar es administrado por rangers del National Park Service, unos sujetos vestidos con botas marrones, pantalones verde musgo, camisa color caqui y sombrero de ala ancha. No estoy seguro de si es exactamente la misma indumentaria, pero cuando los veo, no puedo evitar reírme pensando en el guardaparque del oso Yogui.
En el mismo complejo, se puede ver la Campana de la Libertad, el mecanismo por el cual se convocaba a los delegados a sesionar. Hoy, gracias a un peculiar accidente, se ha convertido en símbolo de lucha, liberación, paz y algunas otras causas nobles. La campana, exhibida al final de un corredor decorado con fotos de ilustres visitantes, como Mandela y el Dalai Lama, se distingue por una enorme rajadura que va de arriba abajo. Lo divertido del caso es que la rotura no se debe a una mítica caída o a un golpe extremo, sino que surgió de una fisura mínima, un defecto de construcción, que al intentar ser reparado, se transformó en una grieta mayor.
Frente al edificio de ladrillos rojos del Independence Hall, hay montado un gran escenario en el que, a la tardecita, se presentarán los Philly Pops. Our very own Philly Pops, dirá la presentadora. Una especie de filarmónica que nació en la ciudad, pero que ahora reside en Nueva York y da recitales por todo el mundo. Tras el escenario sobresale una estatua de George Washington y al frente se extiende un campo de gramilla de casi quinientos metros. A la parte más cercana al escenario, se accede con invitación previa (se ven llegar a representantes del municipio y de distintas ONGs). En el resto del campo, los ciudadanos se van ubicando con sus sillones o mantas y sofisticados picnics para comer antes de que empiece el show.
Si bien se ven turistas, la mayoría de los que participan del festejo son claramente locales. Se conocen, se saludan entre sí. A pesar de que Filadelfia es una ciudad de un millón y medio de habitantes, tengo la impresión de estar en la fiesta del santo patrono de algún pueblo de inmigrantes en el interior Santa Fe o Entre Ríos.
En los alrededores, senior citizens voluntarios reparten banderitas con tal calidad de confección que para que agarre una me tienen que aclarar que son gratuitas. Son hombres y mujeres de más de sesenta años. Se distinguen por su remera azul y la piel rosada; entre ellos, no hay ni latinos ni negros. Me sorprende la cantidad de actividades que hay para los ancianos en los Estados Unidos; en la Argentina sería impensado, porque están ocupados en el juego de sobrevivir.
Los Philly Pops ya están en el escenario. Se anuncia que interpretarán canciones patrióticas (hay registradas más de cuatrocientas), así como canciones de películas. Se hace un silencio expectante y el director de la orquesta mueve la batuta. En la primera sección, para el visitante argentino, la que se destaca sobre las otras es, sin dudas, The Stars and Stripes Forever. Para nosotros, "la música de Crónica TV".
En la segunda sección hay una sorpresa. Sube al escenario la cantante de Broadway Susan Egan e interpretan temas como Colors of the Wind y A Whole New World. Si en las canciones instrumentales reconocibles al primer compás (como la de Star Wars o la de Indiana Jones) aplaudo, grito y salto sobre la silla, en estas, no me avergüenza decir, que me invade el espíritu de las princesas de Disney.
4 de julio
El gran desfile comienza frente al mismo escenario del día anterior, pero antes se realizan algunas menciones protocolares. Los maestros de ceremonia son dos conductores de TV y el evento se transmite a todo el país.
Algo que me llama la atención es el especial reconocimiento que se le hace a los excombatientes oriundos de la ciudad. Están en unas de las primeras filas; se ponen de pie y todos los aplauden. Se me ocurre que en la Argentina eso no se ve y continúo aplaudiendo. Hoy, además de las banderitas, me regalaron una gorra con los colores norteamericanos. El calor es abrasador. Por suerte, hay botellitas gratis de agua helada.
Finalmente empiezan a desfilar las carrozas. Bomberos, policías escoceses, soldados, un Franklin encabezando a otros actores disfrazados, redoblantes, autos antiguos, las diferentes colectividades que viven en Filadelfia, bandas de rock, colegios secundarios, porristas, reinas.
Todos los del público agitan felices sus banderitas y cuando los que pasan frente a ellos son soldados, policías o bomberos, les grita un sincero ¡thank you!
Sigo las carrozas del desfile y paso por otros puntos históricos de la ciudad. En Arch St. está la casa de Betsy Ross, que, según dicen, fue la encargada de confeccionar la primera bandera de los Estados Unidos. Me permito dudar un poco de la anécdota, ya que la historia no se conoció hasta casi cien años después de que aconteciera, cuando un nieto suyo hizo pública la visita de Washington a la vivienda de la costurera. La casa que Rose alquilaba en ese entonces hoy es un museo con actores que recrean los personajes históricos con ropas y muebles de la época.
Otro lugar digno de visitar es Elfreth's Alley, una calle donde las casas se mantienen tal y como estaban alrededor del año 1750, con la particularidad de que están habitadas. En una de sus calles transversales, hay un paseo que desemboca en unos bancos dispuestos en círculo. Allí, Once Upon a Nation, el grupo de narradores orales, cuenta historias ambientadas en el surgimiento de la nación. Como por ejemplo la de Bill y Jack, dos vecinos que vivían en esa calle y estaban casados con dos hermanas. El primero, Bill, apoyaba al rey y le habían dado el trabajo de determinar quiénes podían entrar a la ciudad y quiénes no. El segundo, Jack, estaba con los que querían la independencia y no podía entender lo que hacía su cuñado. Cuando la guerra terminó, los independentistas le dieron a Bill un castigo ejemplificador y lo colgaron en la plaza de la ciudad.
4 de julio (a la noche)
El acto más multitudinario y cierre de la semana de la independencia es un recital al aire libre en Benjamin Franklin Parkway. El escenario está armado frente a las escalinatas de Rocky y los asistentes, que ocupan diez o quince cuadras, son, en su mayoría, otra vez familias y otra vez traen sillones o mantas. La marea humana es flanqueada por puestos de comida (básicamente pollo frito con papas), pantallas gigantes y hasta cajeros automáticos portátiles.
Las cantantes son Jennifer Hudson y Meghan Trainor. La primera es afroamericana. Finalista de American Idol en 2004, es amiga del ex presidente Obama. Después de cantar sus hits por más de una hora, se despide con una versión muy sentida del aleluya. La segunda, rubia y blanca como la leche, es conocida por el single All About That Bass. No solo por cantarlo, sino porque es una de los compositores.
Al final de ambos conciertos, que el público ha seguido con bastante abulia, apenas moviendo la cabeza o un piecito, hay un show de fuegos artificiales como nunca vi y que logra lo que la música no: sacar a los norteamericanos de su aletargamiento. Todos miran el cielo negro surcado por trazos de colores, sacuden banderitas y sacan fotos. La clásica imagen que tenemos de esta fiesta en las películas y que en ese momento se repite en todas las ciudades importantes del país.
Me llama la atención la poca presencia policial (después me dirán que muchos están camuflados de civil). El espectáculo se desarrolla con mucha tranquilidad y cuando la última explosión pirotécnica no es más que un eco en el aire, cada uno toma sus cosas y tan tranquilo como llegó, se retira caminando.
Cuando vuelvo al hotel miro en las noticias la cobertura del 4 de julio de Trump en Washington: se da cuenta de monumentos vallados y protestas en los alrededores. Apago la tele y me voy a dormir, contento de haber elegido pasar la fiesta en una ciudad tranquila que se parece a un pueblo y no en la capital del mundo libre.