Por Romina Fernández, militante lesbofeminista y futbolera.
La canchita improvisada en la cortada y las carreras de karting, esos que armamos con los pibes mangueando repuestos en los negocios del barrio. Recorrer Fomento 9 de Julio en bicicleta con la banda. Siestas de pelota, bolitas y gomera.
A mi primera pelota me la regalaron mis viejos, cuando cumplí 1 año. También al disfraz de Superman con el que infinidad de veces intenté despegar desde la terraza. A mis prendas favoritas las heredé de los primos varones más grandes. Chombas, jeans, enteritos. Ropa cómoda, para jugar al bolo, trepar árboles, para ensuciarse, para salir a patear la calle.
Me sabía libre. Había nenas, nenes y yo. La Ro, la Roma, la Gorda. Une más del grupo.
Hablábamos de fútbol, de álbumes y figuritas, de las pibas de la cuadra que nos gustaban. Y en no mucho, esa piba que me gustaba me regaló el que fue primer beso. Ese día, con ella, yo era la Ro y nos besamos. A los 7 años no jugábamos a casarnos.
En esa clave transité también mi adolescencia, en el barrio, en la escuela, en el club. No fue distinto mi paso por la Universidad pública, por los espacios de militancia política, por mi primer laburo. A la ropa me la compraba yo a esa altura. Seguía eligiendo jeans, camisas y unas zapas. Fútbol con les pibes una vez a la semana, tercer tiempo incluido. Y más besos regalados, y otros besos que llevaron a los primeros sentires fuertes. Y me sentía libre.
Hoy me avergüenza haber confundido, durante buena parte de mi vida, privilegios con libertad. En 2010 seguí el inicio del debate por la Ley de Matrimonio Igualitario como buen animal político que soy. A través del recorrido que el proyecto tuvo en las calles del país y en los recintos del Congreso me fui deconstruyendo como sujeto político lésbico, como torta militante, como lesbofeminista. Ese reconocerme ondulo entre la angustia de descubrirme privilegiada en la marea de compañeres que abrieron camino a fuerza de dolores y reivindicaciones, y la efectiva conciencia sobre mi indudable pertenencia a ese colectivo que batallaba la ausencia de los derechos civiles básicos.
Elegía como me vestía, pateaba la calle, me vinculaba sexo afectivamente con quien quería, pero no me podía casar con otra mujer. Ya no me sentía libre. Mucho menos amparada socialmente. Entendí que portaba ciertos privilegios, pero no era sujeto de derechos. A esa supuesta libertad de la que me jactaba me la había provisto un entorno ínfimo, pero no un marco jurídico.
La buena fortuna individual lejos está, en lo material, conceptual y simbólico, de los derechos ganados colectivamente. En 2010 me nombré: era torta y mi cuerpa era también territorio y herramienta de militancia colectiva. Comprendí cabalmente que lo que se gana y ostenta con orgullo no son los privilegios individuales, de cuna, clase, sino los derechos. Y a los derechos negados se los exige, se los demanda y se los milita. Lo que hasta allí había sido personal, era ahora también político.