Por Leandro Wolkovicz
Militante, integrante de la Mesa del Orgullo Santa Fe
La ley de matrimonio igualitario impactó en la estructura social y en el entramado estatal de nuestro país mucho más de allá de lo que implica una mera reforma del Código Civil.
Fue la primera vez que en la agenda social, política y mediática ocupaban un lugar protagónico los debates sobre nuestras vidas, nuestros cuerpos y nuestras problemáticas. Casi podría decirse que, en retrospectiva, la ley de matrimonio fue casi una excusa, una “trinchera” estratégica desde donde dar la batalla contra las violencias a las que sistemáticamente nos vemos expuestos por -y esto no hay que olvidarlo- expresar una preferencia sexual diferente de la heterosexualidad, y vivirla abiertamente y con orgullo.
Por un lado, podríamos decir que el matrimonio igualitario fue un punto de llegada. Y es que fue posible porque durante casi tres décadas las organizaciones de gays, lesbianas, travestis, trans (y muchas otras identidades) en cada uno de los espacios en los que les tocaba formar parte, asumieron la enorme tarea de poner el cuerpo para visibilizar nuestras problemática y nuestros deseos de “amar y vivir libremente en un país liberado”. En una época en la que, todavía más que hoy, ser maricón, travesti o tortillera eran el insulto más degradante y la realidad más indigna que podía imaginarse.
Pero, por otro lado, también podríamos decir que el matrimonio igualitario fue un punto de partida. Constituyó una victoria política que, al menos por unos años, zanjó el debate sobre si la homosexualidad era reconocida (o no) como una opción legítima ante el Estado y la sociedad. De modo tal que, para mucha de la institucionalidad argentina, la sanción de esta ley marcó el inicio de una serie de fenómenos que marcaron el ingreso de la homosexualidad al terreno de “lo políticamente correcto”. Cada vez más sindicatos, universidades, partidos, gobiernos provinciales y municipales, creaban sus propias áreas, programas de “diversidad sexual”. La agenda LGBT permeó en debates en torno a la aplicación de la educación sexual, la fertilización asistida, el aborto, la violencia de género, y un largo etcétera.
Lxs activistas travestis y trans impulsaron y apoyaron decididamente una medida que a primera vista parecía no involucrarles. Pero los lazos al interior del movimiento LGBT eran tales que, y pese a las considerables (y legítimas) rispideces, comprendieron que las victorias de unxs se convertirían en victorias para todxs. Sin embargo, en voz cada vez más alta travestis y trans empezaron a expresar unas demandas que les eran propias y que constituían una agenda política que impactara más decididamente en las condiciones de vida de una de las poblaciones más vulnerabilizadas de nuestro país. Años después, el movimiento “devolvería el favor”: hasta su aprobación, la sanción de una ley de identidad de género se convirtió en la prioridad número uno del activismo, su historia quedará para otra ocasión. Por ahora, basta con decir, el virulento debate en torno a la ley de matrimonio igualitario preparó el terreno para que, dos años después, la ley de identidad de género más avanzada del mundo fuera aprobada en nuestro país casi por unanimidad.
Lamentablemente los consensos sociales y políticos no son eternos, y por mucho que hubiéramos querido pensar que estos avances en el reconocimiento de nuestras identidades eran “de una vez por todas”, lo cierto es que los últimos años vieron reverdecer algunos discursos que, con nuevos ropajes, expresan el mismo pensamiento reaccionario que antes. Los “con mis hijos no te metas”, los que están contra la “ideología de género”, los “pañuelos celestes” y las Amalia Granata constituyen algunos exponentes de este fenómeno que gana fuerza en la provincia, el país y la región.
Pero que no se confundan: no les va a resultar tan fácil volver a robarnos la dignidad. Hay muchxs pibas, pibes y pibis que están naciendo en un mundo sin armarios, donde nuestras identidades dejaron de estar condenadas a “las catacumbas” de la democracia, y transitan la vida sin razón para esconderse: les hijes de los derechos.
Y estamos las generaciones un poco más grandes, que conocimos un atisbo de esa oscuridad, de ese encierro, y que ahora que estamos libres, como dijo la gran Lohana Berkins, al armario no volvemos ni locas.