Por Josefina Zweifel
Activista LGBT e integrante de la Mesa del Orgullo Santa Fe
El 2010 sin dudas fue para mí un renacer. Era marzo y comenzaba a transitar el quinto año de la escuela secundaria, llegué al primer día de clases con el pelo cortito. Agarré la guitarra del coro litúrgico y todxs me miraban, nadie entendía nada. Y la verdad es que yo tampoco entendía qué pasaba, pero creo que ese momento fue mi quiebre.
Educada en un colegio católico, solo de pibas hasta ese momento, que todo el tiempo machacaba mi conducta y mi persona por algún motivo, que años después entendí bien. Pibita paki, pero rara, de esas que renegaba de todo lo que conllevaba ser paki. Pibita que amaba jugar al fútbol de chica pero nunca la dejaron ficharse en el club, de esas que obligaron a jugar al voley porque... bueno, eso sí es un deporte de chicas. Piba que se refugió en la música toda su adolescencia, en su guitarra, pero que también amaba el pop que recién hoy reconozco marica, que se disfrazaba en el living de casa con la ropa del hermano y se creía por momentos un NSYNC y por otros Mercury, y que miraba curiosa los videos de t.A.T.u. donde un par de chicas se chapaban, que los miraba a escondidas por vergüenza y miedo de que la familia la viera.
El debate de la Ley de Matrimonio Igualitario sacó a flote mi yo más genuino, prefiero decir esto a caer en la “salida de clóset”. En el colegio nos obligaban a ir a las marchas en contra de la misma, y yo, llena de furia, comencé a preguntarme por qué eso me molestaba tanto. Y ahí todo cambió, empezando por mi ropa y mi pelo, continuando por mis deseos y hasta mi rutina diaria. El reconocerme lesbiana y el ser visible tuvo sus costos en ese momento: en el colegio hubo luego una persecución gigante a todxs quienes iban visibilizándose -muchxs la padecimos-, laboralmente me costaba más que a otras personas, sufrí violencia en boliches pakis, en la calle, en muchos lugares. Pero también me pude nombrar a mí misma, reconocerme, sentirme libre, elegir qué quería ponerme y qué no, entendí que por primera vez el Estado me reconocía, y al ver el debate por la tele también comprendí que yo no era la única; que no estábamos más solxs y que, por fin, alguien nos nombraba. Como yo, que pude por primera vez, nombrarme torta.
Soy una hija del matrimonio igualitario.