Una crónica de los incendios que ardieron esta semana en las islas de las Cuatro Bocas y de la torpe reacción de los organismos públicos ante la emergencia.
Escribo estas líneas con la resaca del insomnio, la angustia y la impotencia. El lunes la isla frente a mi casa ardió sin parar por más de 10 horas. El lugar que más amo del mundo, el humedal de mis amores, el hogar de los animales y plantas que me sostienen, ardía. Por supuesto nunca imaginé que vería eso. Las llamas se veían del alto de los árboles. El crepitar de los carrizales sonaba como una metralla. El cielo era rojo y lleno de humo. El fuego empezó alrededor de las 19, y no mermó hasta las cinco de la mañana. A las 8, todavía, quedaban algunos focos pequeños echando humo y flameando.
El lunes a la tarde cuando el fuego empezó llamé a Protección Civil, llamé al presidente del Club Náutico, llamé al puestero de la isla. Todos decían que no podían hacer nada.
Protección Civil avisó a los bomberos, que cayeron en su autobomba y se quedaron mirando impotentes el incendio de magnitudes gigantescas del otro lado del Coronda. Los bomberos, claramente, no pueden llegar en autobomba al otro lado del río.
Los vecinos habíamos salido a mirar. Nos subimos a los techos, las terrazas, las tranqueras, a mirar la destrucción, como un espectáculo de esta era pandémica y bizarra.
Toda la noche ardió la isla. Durante esas eternas 10 horas no pude conciliar el sueño, a cada rato me levantaba y miraba por la ventana. Vi el fuego desplazarse.
Ayer fui con el kayak a recorrer y por suerte lo que encontré no fue tan desolador como esperaba. Se quemó más que nada el carrizal y los arbustos; los árboles, algunos murieron, pero la mayoría están en pie y verdes. No hice un relevamiento exhaustivo, sólo lo que pude desde mi kayak y sola, porque no conseguí nadie que me acompañara. Quería, como hicieron algunos compañeros en Rincón, recorrer para apagar los focos chicos y dispersos que siguieran activos. Pero como dije, a nadie de los que consulté hoy les pareció una idea sensata, o no podían esta tarde.
El lunes, justo cuando empezó el fuego yo estaba trabajando en una clase “interdisciplinaria”, de las que nos pide ahora el Ministerio de Educación, sobre salud y resiliencia en el marco de la pandemia. El apunte que leía hablaba de los recursos psicológicos de los que disponemos los humanos para afrontar las adversidades. ¿Con qué recurso psicológico afronto esto? ¿Con qué recurso psicológico afronto la impotencia, como realidad pero también como postura generalizada?
¿La minimización? (decirme que seguramente estoy exagerando, últimamente me tomo todo muy apocalíptico, la vegetación va a reponerse, no es tan grave, no es para tanto). ¿El lavado de manos, la cómoda delegación de responsabilidades? (no es mi competencia, ergo, no me preocupo). ¿La negación? (hago de cuenta que no pasa) ¿La resignación?
Ayer en el río me crucé con los Pumas, andan patrullando para ver si agarran a los que prenden fuego, pero me dijeron que no son convocados para combatirlo cuando éste inicia. Los bomberos también se sienten impotentes. Hablé con uno que decía que tenía la idea de una lancha bomba, que no era tan caro implementarla, que presentó la idea, pero no le dieron bola.
Pocas veces en la vida me tocó experimentar la impotencia como en la noche del lunes y ayer. No soy una persona que se lleve bien con la impotencia. Básicamente, soy una persona que va a tratar de hacer todo lo posible ante algo que ocurre y puede modificarse. Acepto que tengo que aprender sobre la impotencia, okey. Pero tampoco la pavada.
Protección civil se dice impotente. Bomberos se dice impotente. Los Pumas se sienten impotentes. Los vecinos se dicen impotentes. ¿No será que en realidad no se está coordinando?
A la mañana fui al club Naútico donde había un par de funcionarios municipales, viendo qué hacían ahora, que el daño ya estaba hecho. El Estado se la pasa escribiendo el epitafio de los hechos.
Planteé que en una zona de humedales es inadmisible que los bomberos no tengan forma de acceder a la isla. Que Prefectura podría asistir a los Bomberos. Que es increíble que a esta altura, después de meses de incendios en las islas del Delta, en un contexto de sequía y bajante extremas, Los Pumas y Prefectura no hayan sido convocados a luchar contra el fuego. Yo sé que la gestión estatal es compleja. Yo sé que el Estado recibe la factura por algo que ellos no causaron, el comportamiento criminal, mafioso o idiota de los horribles seres que prendieron el fuego. Todos sabemos que el problema es enorme, muy difícil de controlar, y que los recursos son escasos. Pero uno esperaría que esos pocos recursos se pongan enteramente a disposición ante la magnitud del problema, que las distintas agencias y niveles del estado coordinen entre sí, y dejen de pasarse la pelota con la horrible cantinela de la impotencia. Seguramente ello no terminará con la sequía, el cambio climático, la bajante y la irresponsabilidad de los que prenden fuego. Pero ayudaría. Por ejemplo, una coordinación de ese tipo podría haber evitado que los focos que mermaron ayer a la mañana, y que fueron durante el día perfectamente controlables, se reactiven ahora con el viento, lo que está sucediendo mientras escribo esto. Lo verdaderamente imperdonable, es no intentarlo.