Un relato en primera persona sobre las vacas, el poder inmobiliario y el fuego en las islas.
He escapado de la tormenta en la Setúbal remando hacia adelante con desesperación y, rodeado del susurro inmenso de la negra corriente y del calor de enero, he caminado en la noche por un banco de arena en el medio del Paraná. Conozco los rasguños de agua en las islas de Monte Vera, antes de las playas donde boluditos futuros jefecitos espantan a los pájaros con los motores regalados por papá. Conozco la velocidad del San Javier, el Leyes desbordado, los recovecos del Ubajay, el tedioso Canal de Acceso. He explorado los ríos desde Santo Tomé a Victoria en siete días con sus noches. Crucé dos veces el Paraná, bajo el sol y en la oscuridad total, temiendo el avance de un buque. Crucé con brújula y mapa impreso la laguna de Desvío Arijón, dos o tres veces más grande que la Setúbal, buscando el único pase desde el Coronda al Paraná, y a la vuelta estuve extraviado por horas entre las islas.
Hace 20 años recorría una y otra vez el riacho Santa Fe hasta salir al Colastiné, un paseo que hoy es imposible y que habla de hace cuánto estamos arrasando nuestras islas. Una sola vez, mateando en la costa arenosa de un arroyo de las Cuatro Bocas que lleva mi nombre, Pascual, vi del otro lado del bracito de agua a un gato montés caminando entre el pajonal, sinuoso, elegante. Delante de mi casa, sobre el Coronda y esas Cuatro Bocas, he visto anoche cómo un frente de fuego iluminaba todo el horizonte, el naranja recortado en la noche y el ruido, a mil metros de distancia, de la vegetación crepitando, y recordé ese paso para las vacas que tapió para siempre al riacho Santa Fe y lo convirtió en una inmundicia de agua verde y estancada y ese gato montés a la tardecita, pero enloquecido entre las llamas, ardiendo y gritando con voz humana.
Al lado de mi casa, porque esto es personal, hay un corral para bajada de ganado, de donde sale un camino que atraviesa un albardón de 400 metros hasta otro corral, en la orilla del Coronda. Desde ese corral se cruzan vacas hacia otro corral, ya en la isla. Cuando se puede se usa un lanchón, cuando no, salen jinetes y animales atravesando a nado los 300 metros del Coronda. La vaca que se ahoga queda para los baqueanos. Hace dos años que no se descarga ganado para hacer la invernada en la isla, la rentabilidad permite que la vaca quede en tierra. Cuando sí se descargaba, durante dos o tres días paraban sin cesar los camiones de transporte de ganado, de culata, llenos de vacas camino al mundo más lejano de sus vidas.
En las islas de las Cuatro Bocas hay algunos puesteros con diez vacas dando vueltas por ahí, o un corral con un par de chanchas y sus crías, y hay islas pisoteadas por decenas de kilómetros cuadrados por cientos de animales totalmente exóticos para el lugar. La isla por donde pasa la vaca de hacienda y no de subsistencia queda como un páramo yermo, lleno de agujeros de pisadas y mierda seca. Pisan las cuevas de todos los bichos, se comen los brotes de cualquier cosa, bobas y constantes. Pobres como nadie, desfigurados por la intemperie y el trabajo, los baqueanos por dos mangos levantan terraplenes para que los animales caminen, cerrando las lagunas internas que casi todas las islas tienen, lagunas donde haraganean los largartos overos después de comer y donde se reproducen los peces, si es que pueden acceder. Cuando pueden, los propietarios del humedal –porque todas las islas tienen dueño– son capaces de trasladar maquinaria pesada para hacer movimiento de terreno y emparejar, bien lisito.
Pero las retroexcavadoras amarillas flotando hacia las islas no constituyen una imagen clásica del río y sus personajes. El fascinante salvajismo del cruce de la hacienda a nado sí es una estampa típica del litoral, como los nenitos barrigones y descalzos de Juan Arancio, pobres pibitos costeros abombados de hambre y frío, y la tradicional práctica de la quema anual de las islas, para el pastoreo posterior.
Después de la soja nada fue lo mismo. El exilio de las vacas para la invernada no sólo significó el inicio de una gran degradación de las islas del litoral, sino que además configuró casi de manera irreversible la lógica de un negocio. Si el campo se ocupa por completo con los granos y si mantener el ganado en tierra no vale la plata, la isla puede ser devorada sin contemplación.
Y el único problema es ese, la lógica de un negocio. La misma lógica que convirtió al final del delta del Paraná en countrys náuticos o en esa cloaca a cielo abierto que los porteños llaman “casita en el Tigre”. Sobre la isla se quieren poner vacas, sobre la isla se quieren poner casas para ricos –la costa del lado de Victoria, sobre el Paraná, es la prueba más cercana–, hasta la misma soja quiere llegar a la isla.
(Quizá se haya olvidado, pero fueron los terraplenes que construyó Carlos Reutemann en los 90 los que hicieron estallar el gigantesco negocio inmobiliario y la tala masiva en la isla donde antes había algunos caseríos, una ruta fina y el pueblo de Rincón. En las próximas décadas veremos cuál es la sustentabilidad demográfica y urbana real de toda esa aglomeración imparable que se produjo en los últimos 30 años).
Las cifras de las quemas en el Paraná son monstruosas. La superficie incendiada es inabarcable. No hay infraestructura estatal para enfrentar semejante sucesión de incendios. No hay modo de disponer de la cantidad de personal, lanchas, aviones o helicópteros para contener quemas tan vastas, continuas y, evidentemente, organizadas. Del Jaaukanigás a Rosario, el incendio duró meses y nunca paró, excepto por las escasas lluvias. Son miles de kilómetros cuadrados, imposibles de cubrir con eficacia.
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Aun así, el Estado está obligado a reforzar –multiplicar varias veces, más bien– los recursos para apagar los fuegos y evitar que las emergencias se vuelvan desastres diarios. Pero más que eso, está obligado a desarmar la lógica del negocio de las islas. No hay sustentabilidad posible si el poder inmobiliario y el poder rural dictaminan estructuralmente qué uso deben tener esos territorios.
La Justicia debería caer con toda su violencia sobre los responsables, si fuese un poder que no está dominado casi de punta a punta por los mismos intereses que incendian el Paraná. Sería extraordinario escuchar a esos mismos apellidos de siempre dando explicaciones. El problema, no obstante, es más hondo. No hay forma de hacer ese negocio de buena manera. En las islas, la tan mentada sustentabilidad –ganadera o inmobiliaria– cada vez suena más a chamuyo. La vida de la isla tiene que quedar fuera del mercado, el humedal no puede ser más una mercancía, ni siquiera de esas que se lavan la cara con la bonhomía del capital. Bobo y constante, como una vaca, el mercado es incapaz de no devorar un recurso natural hasta su aniquilación. Mientras la isla no sea radical y totalmente sustraída de cualquier posibilidad de negocio que no sea la actividad de pura subsistencia de su propia y verdadera cultura ancestral, todo indica que la devastación continuará su curso en uno de los humedales más importantes del planeta, acá nomás, cerca de tu casa, cerca de tu vida.
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