“Este modelo gana si enferma o empobrece”, afirma Jeremías Chauque, uno de los integrantes de la organización campesina Desvío a la Raíz-Agricultura Ancestral.
"En 2007, la soja y el maíz transgénico ya estaban adentro del pueblo. A nuestras hijas e hijos les empezaban a salir, coincidiendo con cada pulverización, herpes en la piel y también problemas respiratorios. El cáncer y la leucemia se volvieron habituales".
Jeremías Chauque es trabajador campesino, integrante de Desvío a la Raíz - Agricultura Ancestral. La organización nació hace trece años, en Desvío Arijón, para defender el derecho a la salud. Y lo hizo peleando el territorio: allí donde el veneno agrotóxico rociaba el suelo, comenzaron a plantear (y a plantar) nuevas formas de producción.
“Empezamos a comprender que nada era casualidad: que éramos un pueblo fumigado más y que debíamos defender la salud de nuestras familias. Entendimos que criar a nuestros hijos e hijas en un ambiente rural sano no solamente era una elección de vida, sino un derecho”, afirma Jeremías.
“Comenzamos a entrar a los campos a frenar las fumigaciones, a denunciar y a comprender contra qué estábamos peleando. Así nace Desvío a la Raíz - Agricultura Ancestral, un juego de palabras con el nombre del pueblo, que era un llamado concreto: volver a ser lo que fuimos, volver a tener la semilla en la mano, a devolverle el protagonismo que debe tener una familia campesina como guardianes de la soberanía”, relata.
—¿Cuántas familias participan hoy en la organización?
—Empezamos a ser cuatro familias y hoy somos un colectivo de 40 grupos familiares. Los procesos son lentos. Trabajamos respetando la idiosincrasia y los tiempos porque la situación es extrema. Fuimos comprendiendo que lo último que se llevan es la salud: antes fumigaron y desmontaron la cultura, los saberes, la memoria y todo aquello que nos permite aferrarnos y ponernos de pie. Por ejemplo, una abuela campesina contando historias, compartiendo saberes, multiplicando la semilla; un compañero aprendiendo a regenerar un suelo y fortaleciendo sus saberes; la cosecha en una huerta sin agrotóxicos. Sostener la vida en el campo es una acción rebelde y subversiva. Por ende se busca eliminarla. Es una maleza, como llama el agronegocio a todo lo que les molesta.
—¿Qué producen?
—Ante todo somos labradoras y labradores de soberanía, memoria y cultura. Cuando una abuela multiplica la medicina tradicional, en árboles frutales familiares; cuando cosechamos y compartimos semillas; cuando germinamos una huerta sin agrotóxicos en un patio, en la vía, en baldíos, en una, tres o cinco hectáreas. Cuando una compañera es reconocida como campesina y agricultora; cuando una familia nos dice que va a dejar de ir a los campos de explotación de frutilla para dedicarse a labrar su propia soberanía. Es el desafío que hemos asumido y donde ambiente, cultura, sociedad y producción son sinónimos. Abastecemos a 250 familias de las ciudades de Santa Fe, Santo Tomé y Esperanza. Vamos semanalmente a Santa Fe con una propuesta de Canasta Campesina, donde las familias pueden reencontrarse con el universo del campo, desde las semillas, la medicina tradicional, las frutas y hortalizas, tratando de que sea lo más accesible posible. Tratando de romper la lógica de mercado, donde el alimento sano orgánico solo es para quienes lo pueden pagar.
Aunque frenadas por la pandemia, Desvío a la Raíz activa también las Ferias Campesinas de Agricultura Ancestral. “Hacemos de la memoria, la cultura, las cosechas sin agrotóxicos el fogón donde nos reunimos. Es una fiesta en donde participan todas y todos, donde convocamos a las más viejitas del pueblo para que nos hablen de los tiempos previos a la llegada de los transgénicos, monocultivos, agrotóxicos. Es hermoso lo que sucede, porque esas viejitas son las que llaman al pueblo a reencontrarse con su pasado, a hacerse preguntas, a comprender un modelo productivo que hizo de la muerte y de la enfermedad un negocio”, dice Jeremías.
“En cada cosecha va a la par la dignidad y el compromiso de una familia que está retomando su función en el campo, su protagonismo como guardiana de la soberanía. Por eso decimos no tenemos clientes, tenemos compañeras y compañeros que apoyan este proceso que estamos dando”, agrega.
—¿Con qué lógicas producen?
—En Desvío a la Raíz no hay patrones, no hay agrotóxicos, tampoco intermediarios. Asumir el desafío y compromiso de brotar y rebrotar derechos nos interpela permanentemente, personal y colectivamente, nos pone cara a cara con las contradicciones y debilidades. Si hablamos de vida, de salud, de dignidad, ante todo hay que ser consecuente con esa responsabilidad: descolonizar el corazón, lograr permanentemente el equilibrio del monte, donde todo es reciprocidad y resiliencia. Así nos enseña el humedal, el bosque, la estepa. Si hay un suelo sano, habrán semillas, cosechas y sociedades más sanas. ¿Que pasaría si fuese política de Estado el acceso a la tierra, a los alimentos sin agrotóxicos, a la producción campesina y no la profundización de las pandemias, de la grave situación sanitaria en los pueblos fumigados, del monocultivo de transgénicos y de chanchos para China?
—¿Por qué consideran necesario repensar las formas de producción hegemónicas?
—Hoy producir una hectárea de frutilla cuesta alrededor de dos millones de pesos. Nos estamos quedando sin productores familiares históricos en el pueblo. No se reproducen plantines criollos, es más, se creen extinguidas al menos tres variedades de frutilla -la Corondina, por ejemplo. Los plantines son impuestos, arrasaron todo saber tradicional con su “paquete tecnológico” basado en fertilizantes sintéticos, fungicidas, nematicidas, insecticidas, herbicidas. Este modelo productivo es insostenible y gana si enferma o empobrece.
Jeremías explica que una familia trabajadora recibe tres pesos por kilo de frutilla que junta y 60 pesos la hora por fumigar y hacer otras labores. En 17 mil hectáreas de monocultivo trabajan 21 personas: siete para la siembra y pulverizaciones, tres encargados, cuatro ingenieros agrónomos y siete para la cosecha.
Según Casafe (Cámara de Sanidad Agropecuaria y Fertilizantes), entre 2012 y 2013, se comercializaron en Argentina 285 millones de litros/kilos de agrotóxicos.
Ya en 2018, las empresas comprendidas en Casafe vendieron para su uso en Argentina, 460 millones de litros kilos de agrotóxicos, representando un incremento del 10,9 % respecto del año 2017, donde se consumieron 410 millones de litros kilos de agrotóxicos.
El tiempo de la expansión del agronegocio fue también el de la germinación de una crítica a ese modelo.
En las calles tranquilas del pueblo que nació a las orillas del río Coronda se cuentan viejas historias de cosechas. Se huele como un recuerdo la dulzura viva de la fruta; en el silencio se oye el rumor lejano de las cantinas en las noches del pago a los recolectores de la frutilla.
La organización se cimienta sobre aquellas memorias: desde los patios y desde los terrenos que surca el ferrocarril, recuperan las raíces que sepultó el modelo extractivista de producción agropecuaria.
“El objetivo de la dictadura del agronegocio es secuestrar y desaparecer todo lo que nos reconecte con la posibilidad de comprender qué nos está pasando y, por sobre todo, cómo modificarlo”, dice Jeremías. A este paso, “es imposible no colapsar ambiental, social, sanitaria y productivamente”.
La pelea es conceptual
—¿Qué es la agricultura ancestral?
—Cuando decimos Agricultura Ancestral definimos social, cultural y políticamente nuestra labor como agricultoras y agricultores de soberanía y memoria. Es el puente, es el idioma que nos permitió reencontrarnos en la palabra de un abuelo que nuevamente va preparando la tierra, la semilla en cada historia que vuelve a contar. En este desafío de labrar la memoria, de devolverle el protagonismo a los y las sabias del monte, nos pasa que, cuando hablamos de agroecología, los y las abuelas campesinas no saben qué es. Cuando recorremos comunidades Mapuche Aonikenk, Qom, Nozlamel, no la conocen ni la reconocen. Entonces nos preguntamos ¿desde dónde, con quién, cómo, para quién estamos proponiendo generar un cambio? ¿Por qué la mayoría sabe quién es Basil Bensin o Bill Mollison, pero nunca escucharon la palabra de monte, de viento, de río, de mi papay Rosalia Ñancupe, o Nicolasa Quintremán? ¿Estamos dispuestos a descolonizarnos como principal labor labradora? La palabra puede tender mil caminos, es identidad, cimienta y forja sentido. Los pueblos originarios ¿fuimos parte de la construcción de este nombre? Si la Sociedad Rural, Grobocopatel, Aapresid, BASF, ya hablan de agroecología, ¿cuál va a ser el nuevo nombre que vamos a tener que inventar para volver a definir lo que fuimos? ¿Qué va a pasar cuando el agronegocio termine de cooptarla? ¿Soberanía o ecocapitalismo agroecológico? ¿Cambiará algo cuando el terrateniente sea ecoterrateniente agroecológico? ¿Le van a seguir dando a mis compañeros tres pesos por cada kilo de frutilla? ¿Por qué ya se habla de agroecología extensiva, cuando la gran mayoría de los y las que alimentamos los pueblos y ciudades tenemos graves problemas de acceso a la tierra? ¿Cuáles son los riesgos de avanzar con éstas y tantas preguntas más sin respuestas? La pelea también es conceptual: una palabra puede dar muchas respuestas. El agronegocio lo sabe, nosotres también.
—En este contexto de pandemia, ¿qué aporta esta forma de organizarse para producir?
—Estamos en un momento difícil pero que puso esta problemática en agenda: la especulación, el acceso a los alimentos, la falta de trabajo rural y la planificación de producción de cercanía, sin agrotóxicos y en periurbanos. La pandemia nos da la posibilidad de centrarnos en proyectos sociales y productivos donde podamos ser protagonistas.
Este artículo fue presentado en el marco de la beca Un cauce para tus historias, de la Fundación Cauce y Humedales Sin Fronteras.