Néstor Iván Carrizo, jefe de Terapia Intensiva del Hospital Cullen. Foto: Mauricio Centurión

El servicio de Terapia Intensiva del Hospital Cullen, desde adentro. 

Al fondo de la sala de terapia intensiva para pacientes con Covid 19 está la salvación. El equipo de médicos del Hospital Cullen se desplaza suavemente de cama en cama, entre la repetición mecánica de los bips y el sonido regular de los fuelles de aire. Los pacientes yacen y se mueven mínimamente, estiran un poco una pierna y la traen, giran la cabeza de un lado al otro y otra vez, se acarician la mano. Miran. Los medidores de saturación de oxígeno en sangre les aprietan los dedos, las cintas que ciñen los distintos soportes respiratorios a la nariz lentamente van haciendo un surco en las mejillas. Ese surco se siente como una mueca de sonrisa de payaso, que no se va.

Una al lado de otra, separadas por mamparas, están las camas, las vidas. Cada paciente oye lo que pasa en la sala, pero no puede ubicar del todo dónde está pasando eso que escucha mientras mira todo el día el mismo techo, las mismas máquinas, la misma mampara.

Antes de morir, explica Néstor Iván Carrizo, jefe de la Unidad de Terapia Intensiva del Cullen, a veces la sangre ya no oxigena adecuadamente el cerebro y, por eso, se puede aflojar la lengua, que es un músculo, y retraerse hacia adentro. Sin embargo, al mismo tiempo, todavía los pulmones siguen activos, inhalando y exhalando. La lengua dificulta la respiración y, en su inconsciencia, el moribundo comienza a hacer un ronquido hondo y desesperado. Si en la terapia intensiva escuchás eso significa que vos sos el que está vivo.

A la mañana los médicos se pasan la posta al pie de la cama (eso quiere decir que la noche ya pasó), las visitas entran al mediodía y preceden el largo vacío hasta la noche. Cuando el tiempo se vuelve borroso, sin parar se buscan marcas de su paso. Por eso al fondo de la sala de terapia intensiva está la salvación: hay ventanas que dejan entrar la luz natural y, con ella, el tiempo. Las paredes van cambiando de tono, la luz marca el avance de las horas, hay un destino claro, la noche llega y mañana se empieza de nuevo. El tiempo tiene definición, las cosas tienen orden.

No todas las salas de terapia intensiva de la ciudad tienen esas ventanas. Cuando no te toca una de esas ventanas hay luz artificial. El adormecimiento dura quince minutos, cuatro horas, es lo mismo. La luz artificial disuelve el tiempo. La visita de ayer pasó justo antes de la visita de hoy. Ese extravío sigue siendo, sin embargo, una prueba, la más valiosa, de que no llegó la muerte.

“Hay pacientes que ingresan lúcidos pero con falta de aire y que con medidas habituales se controlan y uno logra estabilizarlos y mejorarlos desde el punto de vista general. Hay otro porcentaje de pacientes, que por suerte no es mucho, en los que la enfermedad progresa. A aquellos que están lúcidos, uno le explica los pasos que va tomando. Hay veces que los pacientes están lúcidos hasta que uno toma la determinación de que necesita dormirlo, anestesiarlo y colocarle una asistencia respiratoria. Muchas veces explicamos al paciente los pasos que vamos a tomar y proceder. Hay otros que lamentablemente ingresan en coma y necesitamos tomar acciones rápidas, el paciente está inconsciente y no percibe la dificultad respiratoria que tiene, ni tampoco tiene conciencia de la realidad”, explica Carrizo sobre la atención de los pacientes con coronavirus, el funcionamiento de la sala de terapia y la conciencia, el tiempo y la vida.

Foto: Mauricio Centurión

¿No te vas a enfermar?

Carrizo tiene el cuerpo de un hombre de 46 años que hace actividad física con constancia. Esa es su forma de salir de Terapia Intensiva. “Es difícil que, aún estando con la familia o haciendo otra cosa, no esté rumiando cómo está un paciente. Y muchas veces agarramos el celular y preguntamos. Desconectarse en forma completa es cuasi imposible”.

—¿Tiene hijos?

—Cuatro, de 16, 13, 9 y 3 años. La verdad es que la tienen más clara que nosotros. Mis hijos se dan cuenta inmediatamente del riesgo que pueden tener ellos no sólo por ellos, sino por contagiar a sus abuelos, por ejemplo. Ellos tienen conciencia completa de que la enfermedad puede afectarlos y por eso se cuidan. Obviamente, pueden no controlar sus ímpetus y ganas de ver a sus amigos. Lo que se trata de hacer es de hacerlos despejar en lugares donde haya mucho distanciamiento, que hagan una actividad física en lugares amplios y que se comuniquen con sus amigos por videollamada. Veo conciencia, más allá de que son chicos. Y en mis hijos más chiquitos, miedo. Tienen cierto miedo. Muchas veces me han expresado su miedo, me piden que me cuide. “No te vas a enfermas, vos, ¿no es cierto?”, hacen cierto cuestionamiento porque ellos ven, escuchan lo que puede generar la enfermedad en situación de gravedad.

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—¿Qué siente cuando ve que la población no se cuida?

—Es entendible la necesidad de la gente de salir a trabajar, a hacer changas, a rebuscársela diariamente. Santa Fe, en estos momentos, está sufriendo un ascenso progresivo en el número de casos. Yo percibo que un alto porcentaje de la sociedad, más allá de que participa de ese ascenso porque no está cumpliendo las normas, si se llega a tomar un cambio de fase lo va a entender. Lo va a entender totalmente, porque están viendo cómo ascienden los casos y cada familia empieza a tener gente que tiene la enfermedad e incluso necesita internación. Cuando uno vive a flor de piel la necesidad de que un familiar tenga que estar internado, o esté grave, es inmediata la conciencia que toma. Lamentablemente, el ser humano actúa así. No me agrada nada ver, cuando salgo por ahí, una mesa de gente una al lado de la otra sin medidas de protección y por más de 20 minutos, gente que viene de distintas familias, lugares. La posibilidad de contagio en ese momento es alta, más allá de que no estén en lugares cerrados. Uno pasa por ahí y dice “ya está, de ahí van a venir uno o dos pacientes”.

Mi amor, perdoname

Las visitas a la Unidad de Terapia Intensiva del Cullen están permitidas entre las 12:00 y las 13:00. Afuera de la Unidad se agolpa en un amplio pasillo la parentela, los amigos, el aire fresco que por un rato inundará a los pacientes. Desde la puerta vaivén que oficia como límite hasta las dos salas (Covid y no Covid) hay un pasillo largo que de un lado tiene un armario de fibrofácil desvencijado y lleno de insumos, como bicarbonato o soluciones fisiológicas, y del otro es una pared llena de plaquitas de agradecimiento a los intensivistas. Al final de pasillo está el lugar donde el equipo pasa el tiempo y descansa. Allí, un médico se limpia las manos con alcohol, busca una manzana de una caja en el piso, la come mecánicamente en una esquina como si estuviera en penitencia, tira el corazón, se lava las manos con alcohol y vuelve al ruedo.

“La mayoría de los médicos que hacemos terapia intensiva tenemos vocación de servicio”, dice Carrizo, que es terapista desde hace 19 años. “Te tiene que gustar mucho la medicina, mucho la parte clínica, revisar al paciente, asistirlo y demás. En la práctica diaria, la satisfacción que tiene un médico terapista cuando logra en conjunto, con un equipo de trabajo con enfermeros, kinesiólogos, poder salvarle la vida a una persona, y salvarla con buena calidad de vida, es un premio que ninguna otra especialidad puede disfrutarlo tanto como nosotros. Y después, a los meses o al año, vienen a saludar y te muestran los hijos o cómo está la madre… son satisfacciones que no te dan muchas especialidades”

Los terapistas están en la última línea. Los pacientes de terapia también. En ese tiempo, ese limbo, algo se desborda hacia afuera de la cama, de la sala, de esa fatigada eternidad entre mundos. En el extravío, relucen en el paciente las imágenes de los que están esperando allá, del otro lado de la puerta vaivén, afuera, porque la angustia y el dolor los va a partir al medio si la terapia termina con un cuerpo frío y servido con las patas para adelante.

 

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