“Voy a meterme con Messi porque puedo. No entiendo de fútbol, pero voy a opinar con la misma impunidad de cualquier panelista hombre”, avisa la autora de este artículo.
Un hombre fuma en su oficina aunque lo tiene prohibido. El humo flota entre los papeles de su escritorio, como la niebla de la primera mañana que afuera revolotea entre los edificios de Barcelona. El café, largamente olvidado, se enfría en la taza térmica con el logo de un club que todes reconocemos a primera vista. La tensión se palpa en el ambiente. En cualquier momento va a pasar algo. En cadena se fuma seis, doce, dieciocho cigarrillos, y hace caso omiso a las notificaciones sonoras de su teléfono móvil porque tiene la vista fija en una sola cosa: la pestaña de su ordenador en la que espera que aparezca, tarde o temprano, el bendito burofax que acabe con su miseria.
Y ojalá ustedes estén tan aburrides leyendo estas líneas como me aburrí yo al escribirlas.
Iniciaré mi alegato diciendo que no tengo nada en contra de Messi. También podría decirles que no tengo nada para decir a favor de Messi, y esto me descorazona. Me ofusca, me entristece, no poder entender bajo ningún concepto y por mucho que me lo expliquen al mayor ídolo deportivo de mi generación. Podré pecar de ingrata pero que un fenómeno como el amor por Messi, basado en una mezcla de pasión visceral, adoración enfermiza y ese no se qué que tiene el fútbol se tenga que explicar con estadísticas me parece absurdo. Messi es grande, dicen los messistas, porque metió tantos goles y ganó tantos campeonatos y ostenta el récord de ser el único jugador de toda España que nunca escupió en un corner en una final de la Champions League. Ese es el tipo de data que usualmente me brindan. Nada me cierra.
Y yo soy fanática de todo. Hasta en los extremos más absurdos. En mi vida todo lo encaro desde esa lógica de barrabrava emocional que defiende a capa y espada las nociones más absurdas de todo lo que me conmueve, me motoriza y me conforma. Pero verán ustedes que Messi no me ha generado jamás, ni en sus momentos más brillantes ni en sus desapariciones futbolísticas en medio de un partido que lo necesitaba, una reacción visceral de ningún tipo. Messi es para mí la lechuga de la hamburguesa completa de mi vida. Ojalá puedan entender la poesía de esta comparación.
Lo que le falta a Messi a mi entender no es buen fútbol, que lo tiene, sino la segunda condición sine qua non que transforma a cualquier buen deportista de este maravilloso país en una leyenda: un buen arco narrativo. Así es, camaradas, para mí no hay nada que supere una buena historia. Este país de Romays y Migres forjó una alianza con el drama y la parafernalia innecesaria y bochornosa de las novelas que es imposible de disolver. Y en ese juego sus estadísticas, más similares a un reporte epidemiológico que a un relato épico de superación, me mandan a mimir. Y Messi jugando es marciano, de otro planeta, un Superman.
Pero a mí me gustaría más, de vez en cuando, ver a un Messi Clark Kent.
A veces cuando los escucho hablar de Lio me surge una duda que jamás me atreví a esbozar en voz alta: no sé si les gusta como juega Messi porque juega bonito o porque gana. Se esconde detrás de la mirada que observa un partido del Barcelona la misma ilusión que nos lleva a pagar lo que no tenemos para ver una película de los Avengers. Por muy fulera que la cosa se ponga, siempre Tony Stark va a sacar algo de ese traje que tiene (desde un pinito aromatizador y un calentador eléctrico para el agua del mate hasta un propulsor de rayos catatónicos) para salvar a sus amigos de la amenaza de turno. Cuando Messi hace un gol el universo, como ese cúmulo de variables impredecibles e inmanejables, vuelve a su eje. Messi es el horóscopo de los Marcelos y los Leandros, una suerte de astrología que le pega siempre, sin importar tu signo (o tu equipo de preferencia).
Y la verdad es que así como me aburre el horóscopo (y esto podría incluso tratarse en futuras columnas, si es que las más altas esferas de este multimedio así lo permiten) me aburre esa especie de certeza matemática que envuelve al Superman de la redonda. Todo esto, claro, hasta que llegó lo imprevisible. Hasta que vía burofax el chamán del gol comunicó que, quizás, no estaba del todo de acuerdo con todo lo que es el fútbol pero no la pelota.
La biyuya, para ponerlo en claro.
Y entonces ahí estaba Lionel, frente al momento de su vida en el que podía captar la mirada de quienes hasta acá no habíamos entendido del todo su grandeza. Lionel, frente a un momento bisagra en su historia épica, en el pasaje más complejo de su periplo heroico, cuando podía ponerle a su historia con el Barça un broche ilógico, descabellado, impredecible y profundamente tribunero. Estaba, en términos noveleros, en esa escena repetida hasta el hartazgo y festejada siempre en la que la bella y angelical Celeste Cid se da cuenta de que no puede seguir más con su esbelto, millonario y aburrido marido (probablemente interpretado por Rafa Ferro) porque quiere lanzarse al abrazo del verdulero buena onda que maneja una moto que no puede pagar a menos que venda droga (probablemente interpretado por Esteban Lamothe, que como todes sabemos es un muy buen actor de brazos).
Ya me lo imaginaba yo jugando en un Ñuls desabrido, peleando por un lateral un miércoles a las dos de la tarde en un partido por la Copa Argentina contra Independiente Úteros Unidos de Loma Negra, mientras de fondo en la tribuna de la cancha neutral de Santiago del Estero un buen Oscar se fuma una tuca y le grita, covideando toda la escena, que por él dejaría todo. Y ahí hasta yo me lo tatuaba. Ahí lo elegía siempre. No por estrella, crack, ídolo de las estadísticas. Sino por atrevido. Por idiota. Por buen tipo. Por Clark Kent.
Messi fue durante dos días el Buzz Lightyear al que se le sale el brazo. Fue el único momento en la vida en el que me interesó. Y su arco narrativo terminó siendo peor que el de la Daenerys en Game Of Thrones (esta es una herida que no cierra jamás).
Ahí está, en chancletas, charlando con un periodista deportivo en una escena paupérrima, desabrida, poco trabajada, con una pobrísima utilización de los recursos a su alcance. Ahí está, de capa caída, después de haber dejado que su padre le resuelva el inconveniente, murmurando excusas sobre cláusulas y contratos. Verlo provoca la misma gracia que pensar en Carozo y Narizota flojos y muertos en algún rincón lúgubre de los decorados con olor a fibrofácil e insecticidas de Crónica Tv. Si está triste, enojado, estreñido o con ganas de salir a chupar los restos de un hisopado de Covid positivo no lo sabemos. Su cara transmite las mismas energías que la de un remisero que tuvo que cubrir el doble turno.
Podría quizás aquí reflexionar larga y profundamente acerca del matiz más universal de la novela del eterno 10 del Barça: al parecer, como ocurre con el 100% de les trabajadores flexibilizados de Barcelona, Argentina y el resto del cuadrante que nos corresponde de la galaxia, Messi no es dueño de su propio pase. Pero resumiré la reflexión barata en algo que ya dijo hace rato Eduardo Galeano (o al menos eso decía el flyer que un tuitero compartió hace unos días): “La historia del fútbol es un triste viaje del placer al deber”. Si alguna vez Lio disfrutó de patear esa pelota, lejos han quedado los días. Ahora será una mezcla de un Superman bajo el efecto de la kryptonita del desgano, y un Clark Kent que sólo sigue escribiendo en El Profeta porque eso le da acceso a una buena cobertura de obra social.
Pero lo peor es que en el fondo, ni siquiera fue dueño de su propia trama.
Perdón a les niñes protoprogresistas presentes que puedan estar leyendo estas líneas, pero debo decirles esto ahora antes de que se los diga la vida: Messi, también, son los padres.
Muy bueno. Esto me.representa