Desde su nacimiento, el peronismo tuvo múltiples rostros y soportó definiciones divergentes, del mismo modo que encarnó proyectos diversos. Hoy sigue vigente su capacidad de estructurar y simplificar la escena política y social.
Por Hugo Ramos (*)
Los aniversarios presentan siempre esa tensión entre el recordatorio formal del acontecimiento, tan común todavía hoy en la mayor parte de los actos escolares, y la invitación a reevaluar lo que se conmemora, a la luz de los procesos posteriores y de nuestro propio presente. Esta nota intenta este segundo camino, asumiendo que “pensar” un acontecimiento tiene también algo de reinventarlo.
En la historiografía argentina el 17 de octubre no es un asunto saldado, quizás porque a los historiadores también nos condiciona el prejuicio o la lectura previa que tengamos sobre el propio peronismo. Es que, en definitiva, y más allá de que todos los fenómenos sociales tienen raíces previas, el 17 de octubre simboliza el nacimiento del movimiento político más influyente de la política argentina desde cerca de la segunda mitad del siglo XX hasta el presente. También representa algunas cosas más: la incorporación a la escena política de sectores hasta entonces marginales en la disputa política nacional; la instauración de un “clivaje” o fractura sociopolítica de largo y decisivo alcance en el posterior devenir de la Argentina; la configuración de una nueva identidad política flexible y con la capacidad de transformarse de forma continua hasta tornarse (en ocasiones) irreconocible.
¿Qué pasó el 17 de octubre de 1945? Una reconstrucción “fiel” de las movilizaciones que confluyeron en la célebre Plaza de Mayo está lejos de los propósitos de esta nota, pero al menos cabe recuperar un aspecto clave: la ruptura en el orden de lo simbólico que se produce ese día, al menos en dos sentidos. Por un lado, y atendiendo a la “sensibilidad” de los sectores dirigentes de aquel entonces, la confluencia en Buenos Aires de miles de trabajadores de orígenes disímiles se vivió como una invasión; una intolerable subversión del orden establecido que aseguraba su posición como clase dominante. Es importante considerar aquí que no se trataba del miedo de ver erosionada su posición económica privilegiada (o al menos, no exclusivamente), sino de la percepción de una amenaza inminente a su propia existencia como grupo. Esta “sensibilidad” recursivamente presente en los años posteriores, colocó siempre al peronismo en el campo de la exterioridad, más allá de las claves de lectura propias de cada época. Así, hoy nos encontramos con la dupla conceptual populismo vs república, que funciona de forma similar (y en ocasiones simultánea) a la díada autoritarismo/democracia o subversión/orden social, tan características de ciertas coyunturas de nuestro pasado reciente.
Por otro lado, y ahora centrando nuestra atención en aquellos que se movilizaron, es bastante claro que la fecha simboliza un momento de reconocimiento, de unidad y de promesa. Reconocimiento en tanto nuevo actor político con la capacidad de “sentarse a la mesa” donde se tomaban las decisiones sobre el futuro del país; unidad en tanto fundamento de la fortaleza política pero también en tanto germen de un reconocimiento de que eran “otros”, con una identidad todavía incipiente, pero específica. Me gustaría recuperar aquí una cita de un historiador muy reconocido, Juan Carlos Torre, que plantea lo siguiente: “Aquello que emerge en primer lugar en la movilización de masas del 17 de octubre es una suerte de exorcismo colectivo (…) el acto de liberación por el cual los sectores obreros rompen con los antiguos lazos que caucionaban sus lealtades (…) Pero (…) si es verdad que el 17 de octubre se asiste al surgimiento de una fuerza social políticamente nueva, por sobre las ruinas de la hegemonía de los partidos tradicionales, no es menos cierto que esa fuerza nueva da sus primeros pasos en defensa de Perón” (1989: 16). He aquí tanto un reconocimiento del nacimiento de una nueva identidad como una advertencia en torno al carácter de la misma, algo que no ha dejado de generar profundas contradicciones en las fuerzas de izquierda en nuestro país: la clase obrera se constituye como fuerza política (e identidad) en relación con el reconocimiento de un poderoso liderazgo que condicionará, a futuro, su propia autonomía como clase. Pero anteriormente también dijimos promesa: el compromiso, explícito en los actos y palabras del peronismo histórico, de mejorar la posición económica y social de los sectores populares y presente, desde entonces, en el discurso de todos los dirigentes que se reconocen en esta parcialidad política y que no siempre, como sabemos, han cumplido.
Desde ya que el 17 de octubre de 1945 también invita a preguntarse sobre otras cuestiones que siguen siendo candentes actualmente. En primer lugar, sobre el modelo de desarrollo que lo alimenta y, en alguna medida, lo explica. En segundo lugar, sobre el propio peronismo y su capacidad adaptativa. De la primera cuestión sólo nos interesa rescatar que la industrialización dirigida por el Estado fue la matriz de la activación política de los sectores populares; de allí, quizás, la reluctancia de gran parte de los sectores dirigentes de volver a promoverla y el énfasis en impugnarla, más allá de que los registros históricos (o quizás en razón de) indican claramente que durante su vigencia se alcanzaron los menores niveles de desigualdad y los mayores niveles de desarrollo económico. De la segunda no podemos menos que advertir que el peronismo, lejos de constituirse como identidad homogénea y estable, ha experimentado innumerables transformaciones. Esta afirmación nos lleva, indefectiblemente, a esa clásica pregunta que todos hemos escuchado alguna vez: ¿qué es, en definitiva, el peronismo?
Hace muy poco tiempo, Alejandro Grimson respondía a esa pregunta de una forma breve pero precisa: “El peronismo no es algo, de una vez y para siempre” (2019: 12). El peronismo ha tenido múltiples rostros y ha soportado definiciones divergentes tanto como ha encarnado proyectos sociopolíticos diversos y cobijado actores sociales disímiles. Podemos hacer el ejercicio de comparar la coalición social y política del “primer peronismo” (1946-1955) con la del peronismo “menemista” para advertir rápidamente cuan escurridiza puede ser la identidad peronista. Sin embargo, sí hay un aspecto que parece mantenerse de forma perenne: su capacidad, cuando decide activarla, de estructurar y simplificar la escena política y social en términos de la dicotomía pueblo/antipueblo (o equivalentes) como sinónimo de la disputa peronismo/antiperonismo. Para ser justos, de todas maneras, no es sólo el peronismo el que puede construir esta escena; de hecho, se necesita del antiperonismo para instalar la “grieta”.
Y así, casi imperceptiblemente, el ejercicio de pensar 1945 nos sitúa en un presente signado por una división política, social y cultural que traduce una relación de fuerzas (material y simbólica) entre distintos sectores sociales. Claramente, esos actores ya no son los de hace 75 años. El peronismo ya no puede reclamar la representación de una clase obrera que se ha desarticulado al mismo ritmo que nuestra industria, a la vez que ha multiplicado su heterogeneidad interna. Sin embargo, el peronismo “actualmente existente” sí reclama su capacidad de representar los intereses de los fragmentados sectores populares, aún cuando sigue cobijando en su seno a actores que poco tienen que ver con esos intereses. En sintonía con esta complejidad, los sectores económicamente dominantes se han transformado internamente en favor de su transnacionalización, financierización y reprimarización “sojera”. Sin embargo, y aunque no reconozcamos en esos sectores los mismos patrones culturales que en 1945, es claro que han preservado la aspiración y la creencia en su propia superioridad. Y al igual que en ese mítico 17 de octubre, encontramos hoy similares opiniones en los sectores medios que, en una proporción desconocida pero evidentemente muy significativa, han profundizado su antiperonismo.
De todas formas, no hay que llevar esta suerte de metáfora demasiado lejos. Hoy se observan importantes diferencias adicionales con respecto a 1945, entre ellas podemos mencionar la discusión interna muy relevante en torno al liderazgo que incluye, inclusive, la resistencia y oposición frontal al rol, por ejemplo, de Cristina Fernández (¿quizás porque es mujer?). También podemos destacar la división del peronismo por parte de sus adversarios políticos, entre un sector “racional” (y, por tanto, asimilable) y un sector “irracional” (como pura exterioridad de la comunidad política deseable) que lo enfrenta al desafío inédito de sostener el derecho de ser reconocido como actor político legítimo sin renunciar a su capacidad de articular proyectos sociopolíticos alternativos al que enarbolan los sectores dominantes.
En definitiva, cabría preguntarse ¿en estos 75 años el peronismo ha dejado de ser considerado como un “hecho maldito” que alteró –para siempre– ese supuesto y mítico “país burgués”? Más allá de que la frase alude a un país que nunca existió, tiene el mérito de advertir que aún hoy sigue siendo considerado, o al menos una porción significativa de él, como una anomalía indigerible. No podemos finalizar sin advertir que el peronismo “realmente existente” tiene, así como lo tuvo en su devenir histórico, muchos puntos de contacto con otros movimientos y partidos de nuestra región que intentaron revertir, aunque sea en parte, las consecuencias de un modelo de acumulación que multiplicó las diferencias sociales. La “grieta” es, en esta línea de análisis, la expresión de una fractura política tanto como el símbolo de una división sociocultural de largo aliento.
Una última cuestión: 1945 puede conectarse con diversos procesos; entre ellos, con la sucesión de golpes cívico-militares que signaron la historia argentina desde 1955. Sin ser una novedad la participación del partido militar en la escena política, sí lo fue la espiral creciente de violencia represiva que definió la relación de fuerzas entre los distintos actores hasta 1983. Esperemos que este aniversario permita recordar que los costos de la polarización a la que apuestan ciertos sectores siempre son abonados de forma asimétrica y nunca en perjuicio de quienes se benefician con la desigualdad social.
(*) Historiador y profesor de Problemática Contemporánea de América Latina, UNL