Más que tener fe, creo en las personas que tienen fe. Hace unos días le dije a mi compañero, mientras comentábamos una serie, que yo no creía en dios. Estábamos hablando sobre confiar en el devenir de la narración de una serie, aun cuando la serie tuviera cuestiones de verosímil irresueltas. Yo me preguntaba cómo era posible creer que un humano que programa a una máquina pudiera prever los sueños de esa máquina.
La serie se traduce como “Criados por lobos” (Raised by wolves) y trata de androides cuyo destino (¿o programa?) es criar niños humanos para evitar la extinción, pero deben criarlos sin creencias en el dios. La serie la produce Ridley Scott, quien dirigió Alien el Octavo pasajero, Thelma y Louise y Blade Runner. En la serie, Scott hace otra vez una cita de sí mismo y de Philip Dick en “¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?”. En la escena sobre la que discutíamos, una androide enviada para anidar fetos humanos en un planeta duro sueña que se enamora de su hacedor (programador), sueña que procrea con él y luego despierta alojando el producto de ese ¿sueño? en su vientre.
¿Y qué significa que vos prendas unas velas y le reces a los muertos, entonces?, me dispara mi compañero nuevamente. No recuerdo qué le contesté, pero ahora que lo escribo significa que creo en la relación que uno hace con la vida y con la muerte. Una imagen que representa otra cosa. Como un sueño. Yo no sé qué es la otra cosa, no me interesa saberlo, no me pregunto sobre ella. No quiero darle ningún nombre. Es muy pesada la huella que las estructuras religiosas patriarcales nos imponen: ante cualquier cosa uno dice ¡dios mío! En casa yo digo dios, pachamama, diosa gaia. Nombro esos tres nombres, prendo velas a los muertos y los saludo brevemente. Si alguien está enfermo o hay una petición que me encargan o de la cual me quiero encargar, prendo una vela, quemo palosanto y un poco de las hojitas de coca que trajimos con Juan del noroeste.
En la serie de los androides unos niños encuentran reliquias en el planeta en el que se crían, luego las adoran y las invocan. Esos mismos niños se enfrentan al mandato de orden de los adultos, que intentan criarlos sin un dios. En casa somos eclécticos por decisión, no tenemos un dios o una diosa, tenemos la fe en los elementos que los representan. El protestantismo me dirá que eso no es una fe verdadera, mi padre era evangélico y me lo repetía siempre: ni estampas ni cruces. Algo parecido me decía el cura que me dio la comunión en La Merced: Cristo no está en la cruz, está en el silencio del sagrario.
Cuando murió mi mamá retomé mi práctica de prender una velita y saludarla. Desearle a ella, a mi padre y mis abuelos que estén bien. Desde que mi hijo me preguntó qué hacía y le conté, él también saluda a sus abuelos. Es un momento muy simple: encendemos la vela, ponemos las cositas, saludamos, nos quedamos un rato callados y después nos vamos a jugar o cocinar o lo que sea.
El día que murió Fernando, no pude escribir. Solamente agarré una hoja y dibujé su figura sonriente, con la guitarra, tocando, en su mejor momento, y con llamas en las suelas de sus zapatillas, despegando como un cohete, volando en el escenario, entre nubes. El único color que tiene el dibujo original es el del cielo que quiso pintarle mi hijo. Una vez que lo dibujé, pensé en dios, en la diosa. No sé qué es la muerte, pero puedo entender qué es la representación: algo que está allí porque alguien lo creó para la memoria o la belleza.