“En esta terraza mediocremente confortable, bebemos cerveza y contemplamos el mar. Sabemos que nada nos ocurrirá”. C. D. de Andrade
Así le dice Salinas al mar: el contemplado, el constante contemplado.
La primera vez que vi el mar yo tenía 29 años. Tenía un novio muy joven que también estrenaba su visión del mar. Me acuerdo del estupor. Va la mirada, y va y va y no encuentra obstáculos y sigue hacia adelante, hacia donde el horizonte traza una línea nítida y te imaginás la curvatura de la tierra que te lo esconde, pero vos sabés que se curva y sigue y sigue pero no termina.
Habíamos ido de visita a la casa clandestina de un compañero en Mar del Plata que, junto con su familia, vivía en una casucha destartalada en el medio de la nada; casa que trastabillaba cuando un caballo se rascaba el lomo contra la pared. Desde esa pobreza a la opulencia violenta del mar, había sólo unos pasos.
Y, mirándolo, a esa edad, es inevitable que te asalten los versos de Válery, y la historia de Melville y de Hemingway y digás: cómo no, siempre recomienza y se te viene, pero se detiene justo donde empieza la arena, murmura para sí algún secreto, se revuelve contra sí mismo, y regresa para atrás, y vuelve, en un remolino de plumitas que salpican como si vinieran desde la inocencia misma, blancas.
Susana dice que el mar para ella es tranquilidad. Nada más lejos de mí. Mirar el mar es como entrar a una catedral mil veces más grande que la de Gaudí. Eso solemne que da la vasta inmensidad, una desazón, una inquietud como si de pronto el cielo se te cayera encima.
Desde entonces vi otros mares: en Rawson, adonde viajé con mi sobrino para que visitara a su papá en la cárcel, en épocas de dictadura, un mar verde gris tumultuoso, agitado por un viento constante que nos impidió prever la insolación que procuramos atenuar a la noche con rodajas de tomates. A pocas horas, el increíblemente transparente mar azul de Madryn, en una visita relámpago, sosegado y amistoso. En Sitges, adonde fui con amigos del exilio una tarde primaveral. En Punta del Este, el mar de espuma blanquísima que se ofrece como un lujo más al atardecer. En el Báltico, atravesando el puente Oresund, una mañana de tormenta del invierno sueco de 2002, con el Volvo de mi sobrino temblando sobre ese prodigio de la ingeniería.
Y, en todos los casos, el recuerdo de Moby Dick peleando contra Ahab. El mamífero más grande que hay en el planeta, cuya lengua, googleo, pesa tanto como un elefante y cuyo corazón, lo mismo que un auto, sólo puede encontrar cabida en el mar, ese otro animal inmenso que, de acuerdo a las leyes de la naturaleza, puede agrandarse y levantarse gracias a la luna, o quedarse muy quieto, y, pocas veces pero de manera asesina, arrojarse contra la gente de un sopapo tremendo.
Cuando era adolescente, mi hermana Graciela compraba unos libros de tapa dura, color gris, que recibía por correo. Recuerdo uno que se llamaba Hawai, que empezaba con la descripción del comienzo de un tsunami. La gente veía que el mar se iba para atrás, lentamente, como si algo lo tironeara de la cola, y después alzaba, allá lejos, una ola altísima que venía para la playa a toda velocidad. Yo estaba ahí, entre el terror y la fascinación, esperando el golpe.