Hace un par de días, parado al rayo del sol en la puerta del crematorio municipal, me sentí parte de un dolor más grande, una pena formada por las caras, los abrazos y el llanto de esas personas paradas ahí como yo, despidiendo a un amigo. Una chimenea tiraba un humo negro y viscoso que parecía una amenaza, pero se disolvía en la atmósfera brillante de septiembre. Giré la cabeza: un chico en short y ojotas, montado en un caballo, cruzaba el paredón. Para él no existíamos, pero su aparición me pareció un homenaje tan verdadero, una imagen que tenía toda esa fuerza que nosotros veíamos en vos, Fer.
Cuando entré en el ecosistema de la poesía santafesina, “Callero” ya era el rey. Pero era más que un buen poeta, su vida eran tan arriesgada como lo que escribía. Siempre estuvo en contra de la domesticación del gueto cultural, de su compostura; su irreverencia era casi una moral. Todos lo conocían y un día me tocó a mí. No recuerdo la primera vez que hablamos, aunque imagino que él habrá avanzado con esa forma espontánea que tenía de llegar a los demás. No soy uno de sus viejos amigos, los que en estos días contaron anécdotas hermosas, en una especie de festejo contra la tristeza que no se va. Pero lo vi brillar, desbarrancar, volver a brillar, odiarnos a todos y también hacernos reaccionar, salvarnos de la inercia. Fue demasiado genuino. Como sus poemas o sus canciones, que no son duros como los huesos o los fósiles porque están hechos con una lengua viva. Además de mis propias anécdotas, lo que tengo en la cabeza es su voz, su forma de decirme algunas cosas, nunca con el ademán del sabio: era un maestro natural.
Nuestras últimas charlas tienen un aura de final que en ese momento no podía ver. Esas charlas me afectaban, me sacaban a la intemperie, porque hablábamos de temas dolorosos, pero también estaban llenas de hallazgos que el Fer hacía en la conversación, iguales a los hallazgos de sus poemas, que brillan de un verso a otro, como una joya: una imagen, una palabra arrancada de la lengua más actual o la de algún clásico argentino que él traía al futuro, como se saca una piedra del río. La última vez que lo vi puse una ficha en el televisor prehistórico que había en su habitación (quería un poco de ruido de fondo) y lo dejé descansar. Era el mediodía, pero la luz que había rebotado en la coraza del edificio se metía tímida en la pieza, como un animalito. Lo vi tranquilo, con los ojos cerrados, y me fui. Pero si pienso en él otras imágenes aparecen: alguna de las veces que nadamos en la pileta de su patio, dando brazadas que cortaban nuestra charla, o esa vez en que, un poco borracho, le encajó un beso en la frente al poeta chileno Raúl Zurita, dentro de un ascensor. Lo sigo buscando en poemas o en canciones, en las fotos o en esos hologramas del pasado que proyecta mi cabeza, y por suerte seguís estando ahí, Fer.