La niñez durante los años del terrorismo de Estado es recreada por la literatura y el cine en primera persona. Historias reales y personales que son historias políticas.
“…a los militantes como papá y mamá los matan o los hacen desaparecer. Por eso tenemos que refugiarnos, escondernos, y también resistir. Mamá me explica que eso se llama ‘pasar a la clandestinidad’”. Lo dice Laura que, en La Plata de 1975, empieza a comprender que lo cotidiano ya no será como antes, que no se podrá levantar sospechas, que cualquier desliz puede ser peligroso y que “callar es importante”. Esta niña de siete años sabe en qué lugar su mamá y su papá esconden periódicos y armas. Y ella no debe decir nada. A nadie.
Cuatro años después, dirigentes de Montoneros exiliados en Cuba emprenden la “contraofensiva” y un grupo de militantes regresa a Argentina con sus hijos. Uno de ellos es Juan. Pero ahora es Ernesto, aunque su padre y su tío lo siguen llamando Chango. Es un niño de 11 años que comienza a ir a la escuela del nuevo barrio, con otra identidad y hasta celebra su falso cumpleaños con sus amigos y la chica que no deja de mirar con una rareza que siente en la panza. Esa chica se llama María y le gusta.
El papá de Laura ahora está detenido en una cárcel. Cada tanto, ella lo visita acompañada por sus abuelos paternos, tras pasar una inflexible revisación de parte de guardias. Laura observa y retiene cada detalle. Después de un tiempo, la pequeña se reencuentra con su mamá que ha cambiado de aspecto. Ya juntas, otra casa las espera. Allí vivirán con la pareja formada por Diana y Cacho. Pasarán largas semanas hasta que un criadero de conejos sea la fachada de la “principal imprenta montonera”, en el fondo de la casa.
Ernesto se adapta a la nueva cotidianeidad, entre el bello canto de “Sueños de juventud” que Charo, su madre, resalta con la armonía de su voz, las armas escondidas en la simulación de un depósito de maní con chocolates y la entrañable relación que lo une al tío Beto. Pero al regreso de un campamento, los padres le explican a su Chango que el tío cayó. Y en una ceremonia, con otros compañeros de militancia, se arenga “Beto, presente. Perón o muerte. ¡Viva la patria!”. Enojado y perturbado por la noticia, Ernesto mira a su padre y le espeta: “Yo lo necesitaba vivo”.
Laura no es otra que Laura Alcoba, autora de “La casa de los conejos” (Edhasa, 2008) y de la continuación de esa novela, “El azul de las abejas” (Edhasa, 2014). En el primero de estos libros, la escritora –radicada desde sus 10 años en París– reconstruye las vivencias de su niñez en la Argentina de la Triple A, primero, y de la última dictadura cívico militar, después. La publicación siguiente narra cómo se produjo su demorado exilio en Francia, el reencuentro allí con su madre y el inicio de una vida que, entre otras tantas cosas, supone esforzarse en dominar la lengua del país que ahora la acoge. La trilogía culmina con “La danza de la araña” (Edhasa, 2018). Juan (o Ernesto) es el personaje protagónico de “Infancia clandestina”. Basada en hechos reales, esta película de 2012, cuenta con la dirección de Benjamín Ávila y las actuaciones de Natalia Oreiro, César Troncoso, Ernesto Alterio y Teo Gutiérrez Moreno.
El lenguaje de la literatura, en un caso, y el cinematográfico en el otro, no son más que herramientas para que Alcoba y Ávila evoquen sus recuerdos haciéndolos presentes y logren ilustrar con emoción y poesía cómo fueron aquellos años de terror y violencia. En paralelo (y sobre todo) ambos expresan desde una memoria íntima, personal y vívida el significado del miedo en la vida de quienes fueron niños y niñas en un mundo que conjugaba el amor, el compañerismo, la lucha, la militancia, las órdenes de la organización y la amenaza constante, tanto de la caída, como de la pérdida y la muerte.
Desde la potencia simbólica de ambas obras, se destaca la relación dialéctica de la infancia con la adultez (no siempre armónica). Son los adultos y las adultas los que deciden, los que abrazan, los que consuelan, los que se empeñan por hacerles comprensible y razonable una realidad absolutamente extraña a los hijos e hijas. Son los chicos y chicas los que se esfuerzan por ser parte de esas cosas de grandes, sin perder la escuela, los afectos (notoriamente representados en parte por los abuelos y las abuelas), la amistad y los momentos lúdicos. Dicho de otra forma, la infancia guarda su propia representación de aquel miedo arraigado consecuente con una época aciaga y por eso es válido evocar la reiterada sentencia atribuida al poeta Rainer Maria Rilke (Imperio austrohúngaro, 1875; Suiza, 1926): “La verdadera patria del hombre es la infancia” (y de la mujer también, sobra decirlo).
Son los sentidos, las percepciones y las experiencias de los más chicos y chicas los que atesoran la memoria (personal y colectiva). Son también ellos y ellas los que se enfrentan a la adultez recordando (al hablar por teléfono, en el caso de Ernesto o jugando con una cámara de fotos, en el caso de Laura) que sus vidas necesitan escapar, aunque más no sea un rato, de las pautas clandestinas. Aunque ese acto sea verdaderamente riesgoso. Pero también sus narraciones (construidas bajo el registro artístico) habilitan un diálogo con los años 70 desde un tiempo presente que sostiene planteos, interrogantes, dolores, heridas y paciente lucha acerca de las implicancias del terrorismo de Estado, el valor de los derechos humanos (en cualquier circunstancia histórica), la figura del/a desaparecido/a, la justicia, la verdad y lo que no se ubica en un último lugar: el sentido de la libertad. Porque no debe haber mayor pánico que ser consciente de la represión clavada en cada despertar y en cada noche y, aun así, seguir viviendo. Aquí o en el exilio, convertirse en un sobreviviente.
En ese punto, tanto Alcoba como Ávila abren paso al relato de sus propias historias sin escindirse del valor político que encierran. En efecto, el cineasta dedica su realización a su madre, Sara E. Zermoglio, detenida desaparecida el 13 de octubre de 1979. Por su lado, la escritora hace lo propio con Diana Teruggi, a quien conoció embarazada en la casa de los conejos. Alcoba está convencida que “Clara Anahí vive en alguna parte” (Clara Anahí es la nieta de la ya fallecida Chicha Mariani).
Con otros puntos de referencias y desde otros registros narrativos, “Kamchatka” (2002, con dirección de Marcelo Piñeyro), “Un comunista en calzoncillos” (Claudia Piñeiro, Alfaguara, 2013) y “El lector de Julio Verne” (Almudena Grandes, Tusquets, 2012) también se constituyen en pertinentes recreaciones ficcionales de los enfoques infantiles frente a épocas de libertades cercenadas y horror estatal. Siempre en el arte hay un sentido y ese sentido no se cansa de hacerse escuchar: la historia no se olvida para que no se repita.