A diez años de la muerte de Néstor Kirchner, Claudio Cherep evoca un legado político que está más vigente que nunca.
Por Claudio Turco Cherep (*)
Los peronistas que no adherimos al menemismo y que no teníamos la edad suficiente para haber participado de “la resistencia” o “la juventud maravillosa”, pensamos que la década del 90 fue esa canción de Sabina que dice “no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió”. La llegada de Néstor Kirchner permitió que el sustantivo que nos hizo peronistas se convirtiera en verbo.
El yugo de nuestro corto recorrido ya nos había golpeado con educación primaria en dictadura, Malvinas, hiperinflaciones varias, obediencia debida, punto final, indulto, privatizaciones, saqueos, helicópteros huidizos, científicos lavaplatos, ingenieros taxistas y hambre popular. Era la democracia con la que no se comía, no se curaba y no se educaba. Y había un montón de fundamentalistas neustadt-grondoneanos que añoraban falcones y cuarteles.
Entonces llegó Néstor. Más bien, irrumpió. Porque el kirchnerismo no llega, irrumpe. Por eso se molestan los modocitos, los privilegiados, los garantes de que todo siga igual. Néstor reivindica a la generación diezmada. Habla de la de él, pero el país tiene otras varias. La que diezmaron los asesinos del desierto, la que diezmaron los sátrapas de la Fusiladora, la que diezmaron en la dictadura. Néstor es desalineado y desalinea. ALCA, al carajo. Néstor se abraza con Diego, se besa con Estela y le saca el almidón al sillón de Rivadavia sentando al Flaco Spinetta. Néstor dice que no viene a dejar los ideales en la puerta de la Casa Rosada y a los opositores por las dudas, a los descreídos, los hace confundir, porque el mejor modo de ser opositor a todo lo que se opusieron, hoy es ser oficialista. Néstor no saluda a la multitud, se le abalanza y se rompe la frente. Néstor se parece demasiado a nosotros.
Con Kirchner sentimos otra vez que éramos las patas en la fuente, el desacato, el barro sublevado, la incorrección política, la memoria, la osadía. El peronismo sabe siempre que tiene poco tiempo. Que todo deberá hacerlo ya y que cuando derrame hacia los suburbios, los dueños de las copas llenas le llamarán despilfarro y habrán de derrocarlo. Néstor Kirchner fue el arrebato emocional de la historia del pueblo peronista y murió igual, rápido y desenfrenado.
El día de su muerte, con un grupo de periodistas con los que desde hace muchos años compartimos redacciones, estudios de radio y militancia política (sí, periodistas militantes) salimos para la plaza. Nada como la multitud para sentirse contenidos. Pero éramos arrumbados sin rincones. Nos mirábamos sin ver. Y llorábamos como se llora a un padre.
Desde el sur y desde el oeste las columnas llegaban murmurantes y devastadas. A pie, en bondi, como sea. La cola doblaba por la Diagonal Sur hacia el infinito. La integraban anónimos laburantes, señoras de muchas misas, veteranos estoicos y pibes. Muchos pibes. Si es cierta la idea jauretchiana de que las movilizaciones plagadas de viejos están condenas al fracaso, el pueblo joven que despidió a Néstor se tuteaba con el futuro.
Kirchner nació en el frío austral y se conjeturan cientos de anécdotas climáticas que forjaron su personalidad. Pero el kirchnerismo nació el día que Néstor bajó los cuadros de los genocidas. El día del final, en la plaza de la congoja, esa idea nos persiguió. La ampliación de derechos vendría después, con Cristina. Néstor fue la inyección de la carga simbólica con la memoria como bandera para dejar de arrastrarse por el piso.
Hay una conocida frase que se le atribuye a Eduardo Galeano pero que es de nuestro Fernando Birri. Es esa que habla de que la utopía sirve para caminar. Que uno da dos pasos, pero que inexorablemente el horizonte se vuelve a alejar. Pues bien, para los pibes de la asignación universal, para los viejos de la movilidad jubilatoria, para las amas de casa, para los beneficiarios del matrimonio igualitario, para los estudiantes llegados a las universidades conurbanas, para los condenados de esta tierra, Néstor Kirchner fue, por una puta vez en la vida, poder tocar el horizonte.
(*) Director provincial de Programación Artística, Ministerio de Cultura de Santa Fe