Creo que hoy estaba todo dado para que no tuviéramos ningún inconveniente, ningún malentendido, ningún disgusto. Para que yo no tuviera nada de eso, no usted, claro, pero el asunto nos atañe a los dos, como bien sabe.
Le escribe Adelina, la vecina de calle Olivos. Esta mañana le hice una compra para dos o tres días, que luego su hijo amablemente trajo, como cada semana. Quizás haya notado que hoy le compré menos, por eso realmente esperaba algo distinto; para eso le compré menos, hoy estaba fácil Ordóñez: cinco zapallitos, dos cebollas, tres tomates, dos kilos de papa, una berenjena, ajo y perejil, Ordóñez, nada más que eso.
Le escribo esta carta porque decidí que esta semana va a ser distinta (por eso esperaba algo distinto, Ordóñez, insisto) y también porque ya no quiero verle la cara, pero más que nada porque quiero hacerle algunos comentarios y detallarle una serie de instrucciones que va a tener que repasar. Sé que la inteligencia no es su mayor atributo, Ordóñez, y que la honestidad le resulta enemiga, pero le suplico que lea atentamente hasta el final, por el bien de todos.
Algunas cosas le dije, de tanto en tanto, como al pasar, sin ofender y se hizo el sota, siempre, allá usted. Una vez me regaló dos manzanas y parecía pretender que le rezara. A la semana no solo se acordaba sino que preguntó si estaban ricas. Sí, Ordoñez, estaban ricas, como seguramente estaban las que vi en el cajón de la vereda pero no como las que me trajo su hijo más tarde.
Lo primero que quiero decirle es que cuando ve una mujer mayor, una vieja dirá, como yo, usted ve una persona débil de la que puede abusarse y eso, aunque me repugne, de alguna forma es esperable. Pero que además crea soy estúpida me incomoda mucho, por decirlo de manera elegante. Ojalá pueda reflexionar sobre eso.
Quiero contarle que en mi casa tengo una balanza. Es vieja, como yo, pero funciona bien. Le juro que hoy no pensaba usarla, pero cuando vi esos zapallitos, Ordóñez, ya no pude evitarlo (¡¡zapallitos, Ordóñez, zapallitos!!). Las papas no llegan al kilo y medio, pensaría que se equivocó si no fuera porque nunca, de todas las veces que pesé lo que me vendió –y fueron muchas Ordóñez, créame– nunca, jamás, se acercó siquiera al peso que me cobró.
Como le dije, esta semana va a ser distinta y vamos a hacer lo siguiente. Es fácil, Ordóñez, preste atención. Me va a traer lo mismo que le pedí (antes de que oscurezca, obvio) pero de primera calidad; si no tiene o no le queda, compre en una verdulería decente. Agregue, además, a modo de reparación, un kilo de alcauciles y un kilo de brócoli (ni un gramo menos y sé que no los vende por kilo, pero no me está vendiendo), un atado de espárragos y medio kilo de cerezas (sí, cerezas). Se trata, por supuesto, de una reparación solo simbólica, Ordóñez, se lo quiero aclarar aunque dudo mucho que lo entienda.
Déjeme darle dos consejos que si no es del todo estúpido ni del todo canalla, sabrá apreciar: cuando necesite rascarse el culo, busque un lugar privado, en lo posible un baño, y lávese bien. No crea que puede disimularlo, hágame caso. No mire a las mujeres de esa forma depravada inmunda, tenga un mínimo de decoro o dignidad y no haga cara de actor porno, que da vergüenza ajena, de verdad se lo digo.
Eso es todo Ordóñez, espero que lo logre, no parece mucho. Cuando venga, toque tres timbres, deje las bolsas en la ventana del lado de adentro, váyase y no vuelva.
Es importante que sepa que al abombado de su hijo no lo va a ver hasta que yo termine de revisar y pesar debidamente. No corre riesgo pero no pienso suministrarle más que agua y la mercadería que trajo, si recuerda esos tomates sabe de lo que hablo. Vamos, Ordóñez, lea todo otra vez y por una vez en su vida, cumpla. Háganos el favor.