El aborto voluntario y legal implica un aval a nuestros derechos y que no haya margen alguno para que médicos, gobernantes o jueces impongan sus creencias privadas sobre nuestros cuerpos.
El año que viene el marco legal vigente actualmente en nuestro país cumple cien años. El Código Penal argentino establece la penalización del aborto como regla general y también la despenalización por causales: cuando el embarazo es producto de violencia sexual o cuando pone en peligro la vida o la salud de la persona gestante. Durante 91 años el articulado de esa ley estuvo en entredicho: ¿podían acceder todas las mujeres a un aborto legal en circunstancias de violación, o solo aquellas consideradas idiotas o dementes (tal la expresión de la norma)? ¿Cuál es el límite, en lo respectivo a la salud, para acceder a la práctica?
En 2012, el fallo “F.A.L. s/medidas autosatisfactivas” de la Corte Suprema de Justicia realizó un control de constitucionalidad del famoso artículo 86 del Código Penal. La Corte dijo que los tratados de derechos humanos contemplados en la Constitución avalan una interpretación amplia de la ley: es decir, toda mujer que sufre violencia sexual tiene derecho a interrumpir su embarazo, independientemente de si tiene alguna discapacidad mental. El tribunal señaló, además, que la Constitución no solo no prohíbe la realización de estos abortos sino que impide castigarlos.
Además, los conceptos de la Organización Mundial de la Salud de 1948, exhortan a tener en cuenta los aspectos físicos, psíquicos y sociales que pueden verse afectados por un embarazo no deseado. O sea: una enfermedad terminal, pero también una situación de angustia o dificultades económicas que hacen inviable continuar la gestación.
Este es el marco legal vigente hace casi cien años. Pero son innumerables las mujeres que entraron dentro de estas causales y para las cuales el sistema de salud estuvo clausurado. Son las que intentaron abortar en sus casas con alguna receta casera. O las que juntaron la plata que no tenían para pagarle a alguna enfermera conocida o para comprar una medicación que nadie les indicó cómo tomar. O las que, con fiebre y sangrado, tuvieron terror de ir a una guardia médica por temor a ser denunciadas. Son muchas las que murieron, las que quedaron secueladas o cargando el peso de la culpa por haber hecho en silencio algo que la sociedad castiga.
El nombre que sintetiza esas historias de mujeres violentadas por el Estado es Ana María Acevedo, la joven de 20 años que murió en 2007 luego de que se le tratara con analgésicos el cáncer que padecía por estar embarazada. A Ana María le negaron uno de esos abortos permitidos por el viejo Código. El paradójicamente llamado Comité de Bioética del Hospital Iturraspe le respondió, a Ana y a su familia: "el tratamiento indicado para la patología de la paciente es radioterapia y quimioterapia, pero se encuentra cursando un embarazo y está contraindicado con el mismo. En este hospital y en Santa Fe, por cuestiones culturales, por convicciones religiosas y morales, no se hacen abortos".
En todos estos años, abrazamos el rostro de Ana María desde la militancia. Hoy es nuestra bandera porque nombra a todas aquellas que nos duelen: las vidas a la intemperie de una ley con demasiados grises. La respuesta de la Campaña Nacional por el Derecho al Aborto Legal, Seguro y Gratuito ante ese marco insuficiente fue reivindicar el derecho al aborto voluntario como una afirmación de la autonomía.
Entre la violencia sexual y situaciones límite de salud como la de Ana María, aparece la autonomía personal como una reivindicación. Hay quienes, en medio de este debate, dicen: "apoyo el aborto, si es por violación". Con lo cual: si la relación fue consentida, "habrá que bancársela". Esta penalización selectiva de quienes podemos quedar embarazadas no es otra cosa que la discriminación al ejercicio de nuestra sexualidad.
La legalización del aborto voluntario implica que ya no habrá margen alguno para que médicos, gobernantes o jueces impongan sus creencias privadas sobre nuestros cuerpos. Será abrir las puertas de los hospitales públicos a las más diversas decisiones de vida. Significa birlar el poder que se adjudican los comités de ética para discutir nuestras decisiones soberanas. Y será también nuestra afirmación rotunda, reconocida por el Estado de una vez por todas, de que no necesitamos estar al límite de nuestras fuerzas para elegir no maternar.
La lucha es por el derecho humano a la salud de quienes encarnamos la posibilidad de gestar. Y cuando decimos derecho humano decimos que no puede ser selectivo: que no puede ser solo para quienes tengan suerte o puedan pagarlo.
La lucha es también, y sobre todo, por el derecho a la vida. Y la vida bien vivida es también tirar por la ventana la violencia del "jodete", el disciplinamiento de la culpa, el mandato de la resignación.
El aborto voluntario será ley. Y sabrán los señores del pañuelo celeste, aunque les repugne, que ya no transitaremos la vida desde el miedo. Que el goce es un derecho y que negarlo es penalizar nuestra sexualidad por el solo hecho de ser mujeres. Que todo eso no es más ni menos que reconocer que somos las únicas dueñas y decisoras de nuestros destinos.
Hoy el horizonte no podría ser más promisorio. Es muy probable que la redacción actual de los viejos artículos del Código Penal no lleguen a su centenario. A fuerza de lucha y militancia, de marea insistente, dejaremos atrás una historia de vulneración de derechos, de muertes y de silencio.