Una radiografía de las tierras que los Etchevehere pusieron en disputa ante el ojo público.
Por María Emilia Schmuck (*)
“No los conozco, nunca tuvimos trato. De hecho, hay empleados de su mismo campo que solo conocían a Luis Miguel Etchevehere por haberlo visto por televisión”, expresa Eduardo, sobre la familia que está en el centro del conflicto que en las últimas semanas significó una atención inusitada a la zona en la que este productor nació, vive y trabaja.
El hombre, de unos 40 años, se dedica a la actividad agropecuaria y es contratista rural, por lo que ocasionalmente presta servicios en Casa Nueva, el campo que Dolores Etchevehere reclama como parte de su herencia y quiere poner a disposición del Proyecto Artigas.
El apellido de Eduardo, lleno de consonantes y con pocas vocales, no hace más que corroborar lo que su apariencia indica: es un típico “rusito” entrerriano, expresión a la que en la provincia se suele recurrir para referir -en forma cariñosa o despectiva, dependiendo del tono- al descendiente de “gringos”, que en este caso efectivamente corresponde a una familia proveniente de Rusia. Junto con su hermano trabaja en el campo de la familia, mientras su hermana -que recibió su tercio en la repartija de tierras como la ley manda- las puso en arrendamiento y decidió continuar los estudios en Santa Elena, la ciudad cercana que resiste a la sombra de un frigorífico fantasma. Son 100 hectáreas que han heredado y a las que su abuelo accedió en el marco de un proceso de colonización oficial tardío. Estas políticas, que caracterizaron el poblamiento entrerriano desde el siglo XIX, se desarrollaron incluso hasta la década de 1980 en los departamentos del centro y norte de la provincia, aquellos que históricamente se cayeron del mapa de la región pampeana de suelos verdes y tierra fértil, quizás como el norte santafesino y el cordobés.
En el departamento La Paz, la presencia de colonos gringos, que muchas veces provienen de familias que se habían instalado previamente en otros puntos de la provincia, confluye con históricos terratenientes como los Etchevehere, en cuyas estancias se dio la expansión de la ganadería extensiva gracias a un Estado (que a veces encarnaron) constituido en torno a la protección de sus tierras y que con el correr de los años también facilitó que se apropiaran de nuevas parcelas.
Terminan de pintar el cuadro del territorio las disputas de las últimas décadas del siglo XIX entre colonos extranjeros y la población rural criolla -más cerca de la peonada sin tierra que de los pequeños propietarios-, tensiones que permiten reconocer diferencias materiales y simbólicas enraizadas en la ascendencia europea o criolla que, de diverso modo, han dejado huellas en las desigualdades actuales.
En este juego de relaciones sociales en el campo entrerriano los propietarios de grandes extensiones de tierras, aunque a veces conozcamos sus apellidos e historias de desamor familiar, juegan desde la ausencia: no viven en el campo, pero tampoco en las localidades cercanas, a veces ni en la provincia, no transitan los caminos ni envían a sus hijos e hijas a las escuelas rurales.
Pero este lejano norte, de cultura productiva más ganadera, no ha quedado afuera del agronegocio. “Al entrerriano del norte, que a veces se parece más al correntino, le cuesta bajarse del caballo para trabajar la tierra, es de corazón ganadero”, escuchamos decir a algún nostálgico. “En cada campito encontrabas un tambito de entre 10 y 50 vacas, la gente tenía animales de granja, huertita”, cuenta Eduardo respecto de la zona en la que vive hace 20 años. Pero poco queda de esas postales en una provincia que se transformó en el emblema del avance de la frontera agrícola, la fumigación de escuelas y el envenenamiento de personas con glifosato.
La expansión de la soja estuvo posibilitada por la superación de los problemas de producción del cultivo en los suelos que no eran aptos para la siembra, lo que ocurrió gracias a los esfuerzos coordinados entre el sistema científico-tecnológico, las empresas que salieron ganando y organizaciones de productores afines, sectores que se enorgullecen de haber logrado que se siembre soja en las banquinas, macetas y hasta en el norte (y que hoy se vanaglorian del flamante trigo transgénico argentino de exportación). El resto es una verdad de perogrullo: el aumento del precio de la tierra y los arrendamientos, el desplazamiento de mano de obra del campo, la vertiginosa disminución de las unidades de producción medianas y pequeñas, la especialización en soja transgénica destinada al mercado externo en detrimento de otros cultivos de consumo masivo y producción tradicional.
“Si la gente tiene hambre que se vaya a vivir al campo”, dijo el año pasado una diva local que los medios masivos replican. Eduardo vive con María, su compañera, y sus tres hijas a menos de 300 metros de la ruta. Para ellos esto ha sido determinante a la hora de “resistir en el campo”, lo que se evidencia a medida que nos sumergirnos en las profundidades del campo entrerriano donde se multiplican las taperas. En la zona, los caminos de tierra o ripio que conectan las vías asfaltadas con la población dispersa y los centros de población rural son intransitables ante inclemencias del clima y/o por la falta de mantenimiento, lo que dificulta el transporte de la producción, el acceso a un centro de salud y a la escuela. A las instalaciones eléctricas precarias se le suman los problemas de conectividad que se hicieron evidentes con los intentos de virtualizar la educación rural, esa que algunos romantizan a costa de docentes mal pagos que recorren kilómetros en medio de una pandemia para acercar fotocopias a sus estudiantes. Como si esto fuera poco, es muy probable ser víctima directa de las fumigaciones con agrotóxicos que algunos productores realizan sobre los predios sembrados. Al respecto, aunque se multiplican las voces de quienes asumen la utilización de agrotóxicos como un problema severo, también hay trabajadores y familias que se encuentran en contacto con las sustancias y por falta de información o no considerarlo de gravedad sostienen que es suficiente recurrir a prácticas tales como “lavarse bien las manos después” o “poner la ropa usada para fumigar en un lavarropas aparte, separada de la ropa de los chicos”.
Entre quienes denuncian y se organizan en contra de las fumigaciones se destacan las mujeres, y especialmente las maestras, lo que abre un abanico de posibles reflexiones en torno a lo que muchas veces se constituye como un mandato pero también una posibilidad a la hora de construir nuevos horizontes: el magisterio, que a veces incluso permite volver a vivir y trabajar en las escuelas primarias y secundarias, que -a pesar de los despojos y el veneno- continúan resistiendo como espacios de sociabilidad y construcción de pertenencia significativos en el campo.
Sobran las historias de entrerrianos y entrerrianas desparramados por el país. No es extraño, a partir de lo que compartimos, que el decrecimiento y envejecimiento de la población rural –particularmente de la dispersa, que vive efectivamente en el campo– marque el comportamiento demográfico desde comienzos de la década de 1990. Las cabeceras departamentales absorben la población proveniente de las zonas rurales y principalmente las y los jóvenes realizan recorridos escalonados para dirigirse luego a las principales ciudades de Entre Ríos o marchar a las provincias vecinas. Aunque estos desplazamientos puedan relacionarse con las movilidades que han caracterizado a las poblaciones rurales desde siempre, prevalecen los movimientos definitivos a la ciudad y, sobre todo, la venta de la tierra o el retiro de la actividad que cada vez se concentra en menos manos. Al mismo tiempo, muchas familias que persisten en el campo han modificado sus modos de vida: “Es que en un momento se hizo más conveniente vender todo y quedarse un pedacito o rentar el campo. Muchos se deshicieron de sus tambos para vivir del arrendamiento, dejaron de criar el chancho que se alimentaba con la reutilización de deshechos del tambo, y hoy hasta cuesta encontrar gallinas o huertas por acá. Es vergonzoso, pero a veces del campo vamos a la ciudad a comprar huevos, verdura o carne”, sentencia Eduardo.
Estas diferencias y desigualdades históricas adquieren nuevos matices entre quienes continúan trabajando a sol y sombra en la (poca) tierra que tienen o les quedó -y de ese modo reactualizan la moral meritocrática que la idiosincrasia colona de pequeños propietarios les ofrece- y quienes cada vez necesitan más de la asistencia social para sobrevivir (y a los ojos de los primeros pueden rápidamente volverse “planeros”). A la par, el descontento de los pequeños y medianos productores, el apego a la tierra en torno a la cual construyen sus estrategias de arraigo y esa generalizada tendencia que tenemos a identificarnos más con los de arriba que con los de abajo, puede explicar que estos grupos, aun señalando lo que los diferencia de la Sociedad Rural de los Etchevehere, se pliegue a las consignas que buscan defender la propiedad privada que nadie -ni siquiera tímidamente- se ha atrevido a discutir todavía en la provincia.
(*) Doctora en Ciencias Sociales, Universidad Nacional de Entre Ríos