Derivas

La vagancia es un tema que me encanta. Cosas que sueño sin soñar son: ser capitana de barco, conocer los hielos del mundo. No tener trabajo y andar de un lado para el otro, vagando, pero mirando como un niño. Algo que hago en pandemia es derivar. Es propio del habla santafesina: la deriva, el no cierre de los temas, la apertura ramificada. O quizás sea una marca de lo oral en cualquier parte del mundo: andar por arriba de las palabras sin anclar demasiado en ninguna.

En Santa Fe, un sinónimo de compinche o amigo es vago/vaga. Ya no se usa tanto porque es generacional, y quizás barrial. Una marca de construcción gramatical santafesina es la anteposición del objeto directo o del circunstancial al verbo. Por ejemplo: “En las caminatas, con la perra, salimos, mi hijo y yo,” o “mirar la naturaleza nos gusta”. La circunstancia y el objeto antes que la acción. Sarmiento en el Facundo afirmaba que la geografía marca a sus habitantes. Me pregunto qué marcas nos dejará en el lenguaje este virus, qué ritmos.

Siempre tuve inclinación por personajes aventureros y un poco atolondrados como Tom Sawyer, Anne Shirley o Colmillo Blanco. Ahora estoy con Sandokán y el Tigre de la Malasia; le releo fragmentos a mi hijo y escuchamos canciones en italiano de la saga, unos temas corales y dramáticos que nos dan banda de sonido a la casa. Ser niño es aceptar esa deriva de lecturas y músicas que no tienen un por qué. Un poco me estoy pareciendo en eso a mi hijo. Al inicio de la cuarentena, nuestra intrepidez lectora nos dio una lección con el Barba Azul de Perrault, traducido por Graciela Montes de la edición original: lo leímos a la noche, en la cama, sonando el viento en la cañería pluvial del techo, ululando. Tuvimos que parar y seguir varias veces para reponernos del susto cada vez que una de las mujeres abría una de las puertas del castillo del ogro.

Una escritora de ciencia ficción que estoy leyendo mucho es Ursula Le Guin. En sus novelas todos los personajes atraviesan derivas: deben atravesar geografías para conseguir un talismán o una tela mágica, o mares o ríos o estepas para conseguir una alianza entre seres de diferentes tiempos (El mundo de Rocannon) o de diferentes mundos (La mano izquierda en la oscuridad) o de distintos pueblos históricos (Lavinia). Le Guin escribe sobre mundos que se derrumban, pero con personajes que buscan alianzas, y eso me gusta mucho porque me hace revisitar la realidad.

En esta pandemia mi casa se extendió. No podemos vagar por grandes extensiones geográficas, pero podemos elegir qué es vagar. La casa no es solamente sus habitaciones o sus comidas, o su colgar la ropa, o su piletín o su balcón. Una forma de aventurarnos es la lectura; otra es mudarnos de ambientes, según el calor, el frío o aquello que queramos hacer: comer o jugar, por ejemplo. La casa también es las cuadras que hacemos con mi hijo y la perra, en las salidas permitidas, y en las que venimos construyendo un pastoril familiar, una deriva organizada, si se quiere: podemos llegar por el lado que queramos al Parque del Sur, podemos armar un mapa entre los cinco árboles que usamos para correr y hacer postas.

Durante estos recorridos, con mi hijo charlamos. Con el sol rebotando sobre nosotros, o escapados del viento, o haciendo crujir las hojas debajo de los pies (charcos de hojas, dice él), haciendo shhhhh para escuchar la protestadera de los loritos en las palmeras, oler moras verdes en árboles escondidos, imaginar que en una semana estarán rojas con buen sol, oír el glup del agua estancada en los tubos del Parque del Sur, adelantar en qué portón va a ladrar cada perro de la cuadra, si estará o no estará hoy la señora del zaguán sentada atrás de su reja, esperando nuestro paso.

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