Grisel

Yace aquí abajo

todo un atardecer,

con posible tormenta.

Haiku que Natsume Soseki utilizó como inscripción sepulcral de su gato doméstico.

 

Mi hija y yo creemos que cada una fue la que propuso ponerle Grisel a la Negrita. Ella, porque conocía la versión de Spinetta y Páez; yo, porque recordaba el tango de Mores y Contursi. Más que el tango, su título, que se escribe con c. “…con mis besos te aturdí/ sin importarme que eras buena”, dice.

Mi mamá nunca nos dejó tener gatitos. Ahí íbamos, mi hermana Susi y yo, recogiendo gatines por las calles, y los llevábamos a casa. Al otro día desaparecían; los buscábamos; nos poníamos tristes. Pero ¿habría ahí alguna sabiduría? Cinco hijos y, además, ¿otro que es gato? Seguro que en esto pensaba mi vieja.

Con Laura siempre tuvimos gatos: el Sami, por Beckett; una Samantha que terminó siendo Santiago; Thelma, una rosarina que tuvo en casa un bebé que resultó Grisel.

Thelma se parecía a los gatos que describe Bukowski y, a veces, a los que menciona Baudelaire. La Negrita, no. La Negrita sigue siendo un gatito, siendo que debería ser adulta desde hace mucho tiempo. No es majestuosa ni es capaz de destrozar a un pajarito entre sus garras. Nunca sacó las uñas para lastimar a nadie. Es tímida y neurótica: se arrancaba los pelos, y hasta se partió en dos un bigote blanco, y lo hizo durante mucho tiempo, hasta esta pandemia.

Es mi cumpa en esta nada que está siendo esto. Yo lo padezco; ella disfruta que somos sólo las dos.

Si no está durmiendo, deambula por la casa, come, se recuesta en la silla al lado mío. No se deja alzar: desde su asiento, pone una patita sobre mi falda y la deja fija allí, y no la mueve si yo sigo acá. Esa patita es un reclamo, una atención, una hermandad, una caricia, un día de sol. Después se hace un bollo de pelos negros y me suelta y se duerme de nuevo.

Quizá, al ordenar mis movimientos para irme a la noche a la cama, ella está acostada en la habitación de las bibliotecas donde varias mantas se enciman y crean un lugar confortable y mullido; enseguida se acerca, me rodea, maúlla, me escolta hasta el baño, se sienta en el umbral de mi dormitorio, esperándome. Camina despacio un poco delante de mí, girando apenas la cabeza para comprobar que la sigo. Y yo me acuesto, apago el velador y la llamo. Porque se queda en el piso y no se trepa hasta que oye mi voz.

Mi voz la fascina. Escuchar mi voz suspende su ser gato por un momento. Se sienta al lado de mi cabeza, junta las patitas debajo de su cabeza y se queda quieta. Le canto las canciones de cuna que aprendí de mi mamá, mientras paso mi mano por su lomo. Le pregunto alguna cosa, como si tiene sueño. Siempre en voz baja, porque es delicada como una flor. Después del ritual, le digo que me voy a dormir. A veces esa nada me vence, y me acuesto, y le digo sólo un par de frases, le hago una caricia ligera y me dejo dormir.

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