“Gambito de dama” muestra la singular historia de una ajedrecista que, en los años 60, sorprende al representar una mujer distante de los cánones de la época.
Reina no solo se nace o se hereda por linaje. También se hace a fuerza de inteligencia y de capacidad para desarrollar una estrategia, disponer una táctica, caer, perder, aceptar ayuda, confiar en los afectos y ganar una vez más. A veces la corona se obtiene tras un periplo que tiene su punto de gestación en un sitio muy distante y ajeno a los lujos de los palacios. Bajo la penumbra del sótano de un orfanato, una niña puede identificar su mayor afición, reconocer una virtud y encontrar el inmenso mundo que cabe un tablero de ajedrez. Al hilo de esa construcción, Gambito de dama (Estados Unidos, 2020) se convierte en un drama –que no deja de coquetear con la fábula, en términos de género– atractivo dentro del universo que la factoría Netflix ofrece con sumo éxito por estos días.
El derrotero de una infancia marcada por las ausencias de madre y padre, una institución de acogida y el carácter prodigioso de la protagonista no resulta novedoso para las narraciones ficcionales. Sin embargo, el acierto de la miniserie es depositar esas características en una mujer. Porque entre la década del ’50 y fines de los ’60, las ajedrecistas parece que solo competían en torneos femeninos de poco alcance. De modo que Elizabeth Harmon (Beth) se abre terreno en un ámbito predominante masculino, al punto de lograr ser tapa de revista, cruzar las fronteras, triunfar, ofrecer entrevistas y hasta ser artífice de partidas que el público sigue por la radio, cual si fuera cualquier otro deporte de masas. Y nada de esto es casual si se considera que la industria cultural ha sabido interpretar la atinada y efectiva necesidad de darle vida a heroínas que, como tales, sepan interpelar e identificar al público, con sus negros, sus blancos y sus grises. Vale decir, dejando de lado los estereotipos –o al menos procurando ponerlos en crisis–, desarrollando historias que contradicen los mandatos sociales y, en paralelo, dotándolas de voluntad, decisión y autonomía.
En lo que refiere al relato, el director Scott Frank acierta en la recreación de la tensa atmósfera que se impone sobre un tablero de ajedrez al momento de analizar cada partida. Para ello cuenta con el cautivante semblante de Anya Taylor-Joy, la actriz que le pone el cuerpo (con fidelidad, distinción y suma solvencia) a la Beth adolescente y joven. En la conjugación del clima de época, la fisonomía del personaje y la semiosis que supone un cuadro perfecto compuesto por 64 cuadrados y todas las piezas que se mueven sobre él, se constituye en nudo argumental de “Gambito de dama”. Y más aún. Sobre la base de la novela The Queen's Gambit, escrita por Walter Stone Tevis, el guión profundiza en los ejes que atraviesan la personalidad de la extraordinaria ajedrecista. Desde la orfandad hasta las adicciones, desde la soledad hasta la amistad, desde la racionalidad obsesiva hasta los golpes emocionales, desde el mundo exterior hasta el mundo interior del tablero. Para Beth, el adentro y el afuera representan puntos de conflicto personales que bien sabe exponer la trama.
El crecimiento biográfico del personaje dispone de una clave de lectura particular que, por un lado da testimonio de cada momento histórico reconstruido, y por otro le imprime un sello propio a Beth. En cada etapa de su vida, el vestuario (tanto como el peinado y el maquillaje) habla de su identidad, de sus elecciones y de su relación con el entorno. La niña que se convierte en adolescente, el orfanato que se desplaza por un nuevo hogar, los hoteles y salones de juego de diferentes ciudades, se sustentan en un dinámico trabajo audiovisual enlazándose con vestidos, faldas largas y cortas, pantalones, pañuelos y demás accesorios que, paso a paso, le dan forma a la feminidad que esta mujer ajedrecista adopta. Una jugadora que compite para jugar, para ganar, alejándose de su género como un condicionante o un impedimento para lograr sus objetivos. En la estética ella también disputa una partida (un hecho que se contrapone radicalmente con “Emily en París”, la producción que pretende apoyarse en “Sex and the City” pero sin el más mínimo signo de irreverencia que la serie de fines de los años 90 supo esbozar).
En definitiva, durante aquellos años en los que la Guerra Fría divide los territorios y configura héroes y malvados en las ficciones (y en la política real), una chica mueve las piezas para hacerse una dama audaz que a veces le toca jugar con las blancas y otras con las negras. Y así va por la vida.