Con el nivel participación más alto en un siglo (66% del padrón), Joe Biden está a un paso de convertirse en el presidente más votado de la historia estadounidense. A Trump tampoco le fue mal: obtuvo 4 millones de votos más que en 2016. El líder republicano dejará la Casa Blanca, pero las fuerzas sociales que lo pusieron ahí ganaron volumen e intensidad.
Por Joel Sidler
“Cada voto cuenta”. Pocas veces una frase fue tan acertada como lo es para estas elecciones en Estados Unidos. Durante 72 horas seguimos de forma frenética los resultados de Michigan, Wisconsin, Pensilvania, Arizona y Nevada, mientras el –no por mucho más– presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, lanzaba denuncias en los tribunales y amenazas en Twitter.
Hace menos de un año, o incluso seis meses atrás, con la pandemia ya en marcha, la reelección de Trump parecía segura. De hecho, estuvo más cerca de lo que pronosticaron las encuestas, que erraron mal y por mucho en sus proyecciones. Ya habrá tiempo y lugar de profundizar sobre esto último, pero la inexactitud recurrente de las encuestas conlleva importantes preguntas en torno a la construcción de expectativas por parte de los medios de comunicación y, más interesante todavía, sobre la construcción de identidades políticas en sociedades cada vez más complejas como las nuestras.
Yendo al punto, el proceso electoral de 2020 se configuró como un escenario abierto e incierto donde a la fórmula Trump-Pence hizo una elección mucho mejor de lo que se esperaba, mientras que a Biden-Harris también le fue muy bien. No es un error de redacción ni de interpretación. Trump obtuvo 4 millones de votos más que en las elecciones de 2016, mientras que Biden se convirtió en el presidente más votado de la historia de Estados Unidos, con alrededor de 70 millones de votos, superando al mismo Barack Obama. Si bien la tinta de las actas de votación sigue fresca, podemos delinear algunas claves interpretativas para entender por qué, desde el martes en la noche y hasta el viernes, vivimos uno de los escrutinios más críticos de los últimos tiempos, que puede seguir abierto en el terreno judicial. Primero vamos a los datos y después a las interpretaciones.
Con Georgia y Pensilvania dándose vuelta –hasta ahora– a favor de la fórmula Biden-Harris, todo indicaría que hay nuevo presidente de los Estados Unidos, y queda poco lugar para la judicialización, aunque no puede descartarse. Los demócratas alcanzarían los 306 electores frente a los 232 de Trump-Pence. Como explicamos acá, el Colegio Electoral determina quién será presidente estadounidense durante los próximos cuatro años y se conforma por los electores del candidato que gane en cada Estado. Al igual que en 2016, el triunfo se explica, en gran parte, por los resultados en los estados del “Cinturón del Óxido”, identificados por ser el cordón industrial del país. Biden ganó en los estados clave de Michigan (16 electores), Wisconsin (10 electores) y queda por confirmarse Pensilvania (20 electores). Tres estados que Trump había arrebatado por escaso margen en las elecciones pasadas. A ellos se le sumaron la sorpresiva victoria en Arizona (11 electores) y en Georgia (16 electores). Falta también Nevada (6 electores), cuyo recuento se está haciendo esperar. Es más, de confirmarse este resultado, la distribución de electores sería exactamente igual que en 2016, pero esta vez a favor de los demócratas.
Estas victorias le darían la mayoría en el Colegio Electoral, que revalidaría el ya seguro triunfo obtenido en el voto popular. Por ello, podemos decir que Biden ganaría las dos elecciones, la que otorga el mandato del pueblo (mediante la mayoría del voto popular) y la que transforma a un candidato en presidente (el Colegio Electoral). Esto es importante ya que en ocho de los últimos veinte años la Casa Blanca estuvo ocupada por presidentes que habían obtenido menos votos que sus contrincantes (G.W. Bush y el propio Trump). Los demócratas mantendrán la Cámara de Representantes, aunque el Partido Republicano acortó la distancia y además tiene altas posibilidades de quedarse con la mayoría en el Senado.
Sin embargo, los ajustados resultados en los estados clave, junto con la demora en contabilizar los votos por correo, complicaron aún más lo que hace semanas se auguraba como una situación complicada, con Donald Trump agitando el fantasma del fraude electoral. El actual presidente habló a las 2 de la mañana del miércoles, se adjudicó la victoria cuando aún faltaban millones de votos por contar, denunció un intento de fraude por parte de los demócratas para “robarle la elección” y amenazó con judicializar los escrutinios mientras seguía el conteo de votos. Trump cumplió con sus amenazas al presentar acciones legales contra los escrutinios de Pensilvania y Georgia. La Justicia de cada estado las desestimó, pero al día siguiente el presidente apeló a la Corte Suprema. El jueves, Trump dio una conferencia de prensa donde volvió a reclamar la victoria, exigió que sólo los “votos legales” fueran contados, ya que, si se tenían en cuenta los “votos ilegales” se estaría cometiendo un “acto de corrupción y fraude”. Por el momento, Trump no presentó pruebas de la existencia de esos “votos ilegales” y se encuentra solo en su afrenta legal contra la democracia: importantes figuras del Partido Republicano se distanciaron del primer mandatario, sobre todo aquellos que ganaron bancas en el Senado o en la Cámara de Representantes en estas elecciones. Hasta el momento, Donald Trump no aceptó la derrota y la posibilidad de una crisis institucional crece.
A pesar de ello, mientras esperamos el final de esta historia, podemos identificar dos causalidades que determinaron el desarrollo y el resultado de estas elecciones. La primera es de orden coyuntural: la pandemia de Covid-19. La segunda se inscribe en la dinámica de la historia reciente de Estados Unidos: una creciente politización social frente a un sistema político atrapado por sí mismo. Con respecto a la primera, la administración Trump se caracterizó por un manejo errático y anticientífico de la situación sanitaria, que obtuvo como resultado más de 230 mil muertes hasta ahora. Cuatro veces más de lo que el pueblo estadounidense sufrió en una de las derrotas más significativas de su historia: la guerra de Vietnam. El país ocupa el primer lugar en cantidad de fallecimientos y de contagios y la pandemia aún no termina. Este desmanejo llevó a importantes cuestionamientos por parte de la ciudadanía y horadó la imagen de Trump, colocándolo como principal responsable. Es más, el primer mandatario se contagió de la enfermedad y, a diferencia de Boris Johnson (primer ministro del Reino Unido), esto no redundó comprender la seriedad de la pandemia, sino todo lo contrario.
Sumado a ello, el impacto económico de la pandemia pone al país de nuevo en recesión, con una caída de alrededor de 6% de su PBI para el año 2020. Menos de un mes antes de las elecciones, el presidente envió al Congreso un nuevo paquete de ayuda económica que incluía transferencias directas a la ciudadanía y ayudas a los pequeños comercios. El nuevo paquete se sumó a los 2 billones de dólares aprobados al comienzo de la pandemia. Si bien Wall Street mejoró sus cotizaciones durante el mes de octubre, la recuperación de la economía real es más lenta de lo que Trump esperaba.
Además, la pandemia también fue la responsable del récord alcanzado en el voto anticipado. Antes de que abran los puestos de votación el martes, 102 millones de personas ya habían emitido su voto, casi un 75% de los sufragios en las elecciones de 2016. Esto contribuyó a la participación total récord, que se estima en un 66% del padrón, la más alta en un siglo. Fueron los sectores demócratas los que se volcaron de forma masiva hacia el voto anticipado, esto provocó la desconfianza de Trump e inició las maniobras para dificultarlo y, en última instancia, intentar invalidar los votos. Desde hace semanas la estrategia consiste en quitar tanta legitimidad a los votos anticipados como fuera posible, instando a judicializar las elecciones en los Estados. A ello se agregan los problemas propios de un sistema electoral diseñado para desfavorecer la participación, por ejemplo, mediante los escasos centros de votación en los barrios latinos y afroamericanos, que implicaron grandes demoras para los electores. Aún con todas las dificultades que la pandemia generó, Donald Trump estuvo realmente cerca de la reelección y es difícil imaginar un escenario en el cual, ante la ausencia del coronavirus o un manejo diferente de la situación, no la hubiera logrado muy fácilmente.
Para echar luz sobre la segunda causalidad podemos señalar que la sociedad estadounidense atraviesa momentos de intensificada movilización y conflicto social. Ello se expresa con mayor claridad desde finales del segundo mandato de Barack Obama, con las manifestaciones de Ferguson en 2014, por ejemplo. No obstante, aquellas protestas constituyeron sólo la llegada a la superficie de una crisis que viene empujando poco a poco, y desde abajo, durante los últimos treinta años al menos.
La expresión superficial adoptó diversas formas, las más conocidas son las protestas frente a los crímenes raciales y la reacción del supremacismo blanco y armado, pero también se destacan los conflictos laborales, la creciente xenofobia y la radicalización de sectores religiosos. A pesar de las enormes diferencias entre estas expresiones, podemos agruparlas bajo un generalizado proceso de politización de diferentes sectores sociales, con múltiples demandas frente a un sistema político que se presenta atrapado en una lógica auto-impuesta. Con esto último nos referimos a un Estado y una arquitectura institucional cuyo diseño genera, más que mitiga, las desigualdades sociales. Con politización nos referimos al ejercicio por el cual diversos sectores sociales identifican determinadas situaciones particulares como partes de una problemática social general, y toman la decisión de accionar para cambiarlo. Para explicar este doble proceso podemos tomar los crímenes raciales y las respuestas en forma de protestas, disturbios y manifestaciones durante este año. No era sólo el asesinato de George Floyd lo que estaba en cuestión al momento de las protestas, era la totalidad del sistema social establecido a partir del racismo, que determina las posiciones sociales y en consecuencia la calidad de vida. Y, desde la perspectiva de quienes se manifestaban, la perpetuación de ese sistema se personificaba en Donald Trump, pero también lo trascendía. Sin embargo, todo movimiento genera una reacción, y en este caso vino por parte de sectores supremacistas blancos. Este grupo también está politizado y encontró en Trump un líder político mediante el cual canalizar su discurso de odio y violencia.
Este proceso de politización explica por qué el récord de participación no se tradujo en una abultada victoria demócrata como se esperaba, la famosa “ola azul” nunca llegó. Por el contrario, ambos candidatos aumentaron su caudal de votos y esto se debe, en principio, a que lograron movilizar y representar a los sectores antagónicos que se disputan el presente de Estados Unidos. Hubo una apelación al electorado, y este respondió dando forma a una polarización electoral, que se vuelve una expresión más de los límites del sistema para contener una sociedad cada vez más descontenta. Una polarización que es el resultado del reordenamiento de las preferencias políticas de una sociedad a partir de dos ejes con prácticas y discursos irreconciliables.
Como vimos, los niveles de politización y movilización no se expresan únicamente en las urnas, pero hay un problema si el sistema político no es capaz de canalizarlos, es decir, si las urnas no se vuelven ese lugar donde las sociedades dirimen sus diferencias. Por el momento, la de Estados Unidos es una sociedad dividida, pero que en esta ocasión se volcó de forma histórica a las urnas, y aún no se han registrado conflictos de magnitud frente a los resultados. Pero este equilibrio inestable puede cambiar muy pronto si Trump continúa en su retórica triunfalista, lo que profundizaría aún más la crisis del sistema político estadounidense.
Por lo tanto, puede que Trump abandone la Casa Blanca, pero las fuerzas sociales que lo pusieron ahí en un primer momento han ganado volumen e intensidad. Será responsabilidad de Joe Biden, y de las diversas fuerzas que le otorgaron la victoria, gobernarlas. Todavía queda mucho por analizar de estas elecciones, pero hay algo que nos mantendrá en vilo más tiempo que el conteo de votos y la judicialización de la democracia, y es si este es un punto de llegada en la extensa crisis de Estados Unidos o, por el contrario, aún queda precipicio por el cual caer.