El fútbol fue mi casa mucho tiempo, jugaba a la pelota con familia y vecinos. Tengo un poema donde digo que quería ser arquera y quedarme sin caderas sobre el pasto. La alegría era tener un espacio allí, coleccionar las figuritas de Heidi pero también las del Mundial 78. Me gustaba mucho Kempes, con ese gustar de la infancia que da pudor frente a la sanción de los adultos pero que recorre el cuerpo como electricidad.
En el Mundial 78 yo tenía cuatro años. Me llevaron a festejar con los vecinos a la calle, afuera. Afuera me dio miedo: colectivo, calles desiertas y llenas de papeles, algunas pocas personas desaforadas en el centro de Santa Fe, gritando que habíamos ganado, sacudiendo metal y ollas. Una pátina de color gris corcho, como la lluvia de los canales de la tele en blanco y negro cuando cortaban la transmisión, flota en las imágenes de mi cabeza: la calle con esa gente solitaria, nosotros festejando ese Mundial.
Algo había en esa infancia que no se podía nombrar: yo no sabía lo que era una dictadura, pero entendía la opresión. La olía en el aire, en todos los silencios de los adultos. Entonces resistir era eso en la escuela primaria: leer mucho para poder vivir en la alegría, mandarnos cartitas con mis amigas (mi primer y casi único club de escritura, el otro es el que tengo ahora que soy escritora con las amigas con quienes nos leemos) y jugar a la pelota con los varones en el barrio. Me daba mucha alegría jugar a la pelota, atajar los patadones de los varones en el pasillo de casa.
En el Mundial 86 las maestras nos habían contado lo que pasaba. En casa vivíamos con ajuste y felicidad. La opresión podía nombrarse y tenía nombres diferentes: soldaditos, Malvinas, cárcel, desaparecidos, Casa de Gobierno, rock nacional, jubilados, precios, dólar, mamá perdió el trabajo, pero tiene otro en un gremio peronista. Mi vieja era radical. Pasamos del Preámbulo de la Constitución como cierre de campaña a los bolsones escolares y las fiestas del Día del Niño en el gremio con la marchita de fondo. Había que ser felices así. Lo éramos. Yo seguía jugando al fútbol, pero era más grande y había perdido espontaneidad corporal. Ya no me gustaba la rudeza. Leía más, jugaba menos.
Vivíamos en un pasillo frente al Regimiento 12. Con los vecinos mirábamos casi todos los partidos de Argentina en su casa. Nos juntábamos a comer y después, si era de siesta, tirábamos los colchones en el comedor adelante del Telefunken rojo que habían traído de Uruguayana. Éramos hermanos en aquel momento, amontonados, chicos y grandes, viendo todo entre colchones y mate, eso que crecía ahí, abajo de esa estrella que tiraba sombra en el medio del Estadio Azteca y que se reproducía en la pantalla y en nosotros. El único modo de organizar el mundo en ese momento era alrededor de esa estrella. Había tanto sol alrededor, irradiaba en la pantalla, nos unía.
No voy a decir nada de los dos goles de Diego, solamente que en este momento que escribo vuelvo al final de Moreira por Favio. ¿A dónde iba con ese sol el Diego? En mi memoria sucede como con los personajes de la Ilíada y la Odisea: tenían su deus ex machina, se paraba el tiempo en el campo y había un quiebre que le permitía reorganizar su mente revuelta, clarificarla, determinarla. Pienso ahora también que el Diego había tenido algo así mucho antes, en Fiorito, bajando los ojos al piso varias veces (¿era el sol?) y postulando directo a nosotros: “Mi primer sueño es jugar en el Mundial y el segundo es salir campeón”.
Diego también es mi infancia, mi casa. Ese país de la restitución, un país que siempre voy a amar. Un loop con el oído en ese gol, la lengua nacional haciendo una lengua nueva, un cuerpo moviéndose mientras un relator le pone nombre a una forma de volar para siempre.