ANUARIO 2020 | Tras una sostenida baja en la cantidad de contagios, la falta de cuidados indica que el final de la pandemia todavía está lejos.
Una cuarentena nacional dura, eficaz y sostenida en bloque entre marzo y mayo le permitió al país aumentar su capacidad sanitaria de tal modo que nunca faltó atención para nadie que la requiriera, con algunas excepciones en Jujuy, en el peor momento de la pandemia. Los diarios salieron con una misma tapa, se aplaudía el personal sanitario cuando caía el sol, las calles estaban desiertas. Había cierto orgullo comunitario respecto de cómo nos cuidábamos los unos a los otros.
Así se llegó al 8 de junio. Argentina tenía un promedio diario de casi 900 casos nuevos. Morían apenas 19 personas día. Y se dictaminó que la pandemia estaba bajo control por lo que el aislamiento había terminado y se entraba en la etapa de distanciamiento social. Era un espejismo: el 94% de los casos se daba en Buenos Aires. El país estaba perfecto; era su principal nodo de circulación y actividad económica el que hervía de contagios.
El virus no llegaba al resto del territorio por las restricciones de actividad. En la perspectiva, después de esa primera apertura no hubo mucho más que hacer. La advertencia del “botón rojo” nunca produjo el efecto esperado por general y difusa. No se estableció ni se comunicó claramente cuál era el límite para cerrar o cuál era la meta para abrir. Con el virus todavía en expansión, se abrió el país al temido AMBA. Y esas cifras se multiplicaron hasta llegar al pico de 18.326 casos en un día, el 21 de octubre. El pico de muertes se registró el 9 de octubre, con 545 víctimas en 24 horas. Son más de dos tragedias de Cromañón o más de diez tragedias de Once en un día. Y así, día tras día.
La autoridad oficial ante la pandemia, indispensable y de probado éxito en los países donde se mantuvo y se reforzó, se desdibujó lenta y paulatinamente. El 1º de julio se dio un paso atrás en el distanciamiento en el AMBA, cuyo efecto fue nulo. Porteños y bonaerenses jamás volvieron a Fase 1, los datos de movilidad de Google mostraron que la población de esa zona se movió incluso más que antes. El 18 de septiembre, a días que se dispararan los casos hacia el pico, con los contagios penetrando ya en todas las provincias, el gobierno comunicó la nueva etapa epidemiológica con un ofensivo videíto que encima le tiraba a los gobernadores la pelota de los futuros cierres, que ya no pudieron implementarse por falta de adhesión. El país entero pagó la violación de la cuarentena del AMBA y experimentó de un saque el estallido de casos excepto en jurisdicciones que decidieron cierres a la china, como Formosa.
La conducción real de la pandemia quedó en manos del modelo Rodríguez Larreta. El intendente de la ciudad de Buenos Aires presentó en cada conferencia de prensa –otro espacio de repetido desprecio por la situación del interior– un discurso abiertamente contradictorio. Anunciaba un refuerzo de la cuarentena para luego detallar toda una serie de nuevas actividades que volvían a abrirse. Todo por cuasi cadena nacional y en la cara de los gobernadores provinciales, que tenían que justificar delante de las cámaras de restoranes y gimnasios y comercios y lo que fuere de cada distrito por qué había que seguir de cierre si en el lugar del 94% de los casos se permitían mononas mesitas en la calle multiplicadas y celebradas por las pantallas de los medios opositores, que entronizaban a la Capital Federal como ejemplo a seguir. Hoy en la ciudad de Buenos Aires hay 1725 muertos de Covid 19 por millón de habitantes. En el país, esa tasa es de 898. Bélgica, el país con la peor tasa de muertos por millón de habitantes, tiene hoy una marca de 1548. Si el país hubiera seguido el ejemplo de Rodríguez Larreta, hoy deberíamos lamentar más de 78 mil muertos por la pandemia, no los 40 mil que efectivamente fallecieron.
La pandemia es un hecho dinámico. El 12 de junio, días después de que se abriera el país sin haber aplastado al virus –hoy sabemos que no se convive con el Covid-19, se lo aplasta o te mata– la revista Time puso a Argentina en el podio de países a seguir. Pocos meses después pasamos a estar entre los primeros países en cantidad de muertos. Ahora estamos en un inquietante descenso estancado y lento de las curvas; no existe explicación epidemiológica exacta de por qué ese fenómeno está sucediendo. Hay quienes suponen que es el cambio de estación, otros estiman que las personas más desaprensivas ya se infectaron y ahora queda la mayoría que mayores cuidados tomó.
Aturdida de noticias, dolor, esfuerzo y atención constante a las crías que no salen de la casa, la población pasó de embarcarse en un épico esfuerzo colectivo, casi con algarabía mundialista, a la exhibición desafiante de las fiestas clandestinas vía celular y el paseo diario sin cuidar los protocolos mínimos, que en demasiadas veces tampoco observaron las autoridades oficiales. Una rebeldía suicida e infantil contra el cuidado, alimentada por la voracidad de la oposición y las torpezas del gobierno, parece que será el antecedente perfecto para una segunda ola del virus que, tarde o temprano, vamos a sufrir.