De Fiorito al Maradona eterno: cómo llegó Diego a ser leyenda, en sus propias palabras.
“Empiezo este libro en La Habana”. Ese es el comienzo de la autobiografía de Diego Armando Maradona, el Diez, que en ese momento pisaba los 40 años y ya estaba con el corazón en alerta roja. En Yo soy el Diego de la gente, con realización de Daniel Arcucci y Ernesto Cherquis Bialo, se puede hacer un recorrido en primera persona de cómo un pibe de Villa Fiorito le ganó a la pobreza, al flagelo de las operetas mediáticas y al revanchismo de los poderosos y terminó mirando al mundo entero desde arriba.
Con esa luz mental que tienen los genios, ya desde pibe sabía encontrar en el bolo “una paz única”, ese sentimiento de tranquilidad que solamente el fútbol le pudo dar en los 60 años frenéticos que vivió. Dominar cosas con su pie izquierdo, entonces, fue una obsesión que nació con él: “Todo lo que hacía, cada paso que daba tenía que ver con eso, con la pelota. Si la Tota me mandaba a buscar algo, yo me llevaba cualquier cosa que se pareciera a una pelota para ir jugando con el pie: podía ser una naranja, un bollo de papel o trapos. Así subía las escaleras del puente sobre las vías: saltando en una pata, la derecha, y llevando lo que fuera en la zurda, tac, tac, tac…”.
De “empezar a hacerle el gol a los ingleses” esquivando los varillazos de Don Diego cuando rompía las zapatillas nuevas (que tanto costaban comprar), a romperla toda en el Estrella Roja de Fiorito, las 136 victorias seguidas con los Cebollitas, las inferiores y el debut en Argentinos hasta ser campeón con Boca no pasaron ni diez años: “Tuve que madurar demasiado rápido. Conocí la envidia de los otros, no la entendía, me encerraba en la pieza y me ponía a llorar. Maduré de golpe. Me empecé a cuidar de lo que hablaba pero eso no es tan fácil. Nadie se pudo haber imaginado en aquel momento lo que hoy me pasa”.
A medida que Pelusa iba siendo más y más famoso, también se iba forjando el Maradona mítico, ese que con sus actos demostraba que su visión panorámica excedía el marcado de la cancha: tenía 19 años cuando le pidió a Don Diego que no trabaje más, apenas 20 cuando inventó de la nada su pase a Boca en una entrevista y la misma edad cuando le paró el carro al “Abuelo”, el histórico barra bostero. Esa noche en La Candela se puso la piel de “gran capitán”, como a él le gustaba pensarse, y se ganó el respeto de todos sus compañeros: “Así era yo, no me callaba nada. Si estaba seguro de lo que sentía, lo decía. ¿Y qué? ¿Por qué no iba a hacerlo? ¿Porque había salido de Fiorito?”.
Pero cada paso que daba siguiendo lo que él creía que tenía que hacer, también lo alejaban del resto: “La gente tiene que entender que Maradona no es una máquina de dar felicidad”, decía cuando no aguantaba más, casi como suplicando un permiso para vivir.
Entre el Mundial del ‘78 y el del ‘86 la Selección Argentina pasó años difíciles, la prensa y hasta los gobiernos se metían en el medio pero con la fuerza de sus sueños, Maradona se acopló a Bilardo para ganar la segunda estrella. Y la ganaron. Dijo el Diez: “Nuestra fuerza y nuestra unión había nacido precisamente de ahí, de la bronca... De la bronca que nos daba haber tenido que luchar contra todo. Así tenía que ser, ¿no?, ¡si era un equipo mío! Un equipo hecho desde abajo y contra todos”.
Ya con la copa en la vitrina, su gloria futbolística, donde pudo “recuperar algo de las Malvinas” simbólicamente, el pibe que salió de la nada no perdía el panorama del todo: “Fue un extraordinario triunfo del fútbol argentino, que lamentablemente todavía no se volvió a repetir, pero nada más que eso... Nuestro triunfo no bajó el precio del pan... Ojalá pudiéramos los futbolistas resolver los problemas de la gente con nuestras jugadas, ¡cuánto mejor estaríamos!”
A la vuelta, desde el balcón de Casa Rosada se sentía “muy cerca de la gente; si hubiera sido por mí, agarraba la bandera y salía corriendo, me metía entre ellos…”. Si antes ya era el mejor futbolista del mundo, deportista de élite, el argentino más famoso, campeonar en México le dio las mieles de la gloria y las espinas de la fama y el ojo permanente de la opinión pública que lo juzga día por día aún muerto.
De aquel pico nunca pudo bajarse y desde allá arriba, “íntimamente sentía que todo eso era demasiado... Yo sólo había ganado un Mundial”.