I
No es raro que la señora Adelina tenga disgustos así, como ahora con los aros. Se los dio ayer la vecina, porque apenas se los probó le hicieron doler, son nuevos, se los regaló el novio de la más chica para el cumpleaños. Adelina cuelga la ropa en el patio y sufre con los aros, primero fue una picazón mínima que se fue convirtiendo en esto que ya es dolor, como bien dijo la vecina. No los piensa usar nunca para ir a ningún lado, no usa aros y esos no le gustan, además, casi no sale, pero por alguna razón siente y sabe que, como sea, los tiene que domar antes de guardarlos para siempre en la caja de nácar. Así son las cosas.
Todo empieza con una polilla, bicho de mierda, Adelina odia a las polillas más que a ningún otro insecto. Corre a buscar el raid y la persigue por toda la casa, sin dejar de apretar el aerosol hasta que por fin la ve caer muerta. Acto seguido, con lo poco que le queda encara al ropero para terminar de vaciar el veneno sobre la ropa de invierno pero se queda congelada, aerosol en mano, cuando lo primero que ve es un saco azul que jamás vio y que no entiende cómo es que está ahí, en su ropero, con sus dos tapados. Es un saco común, ni viejo ni nuevo, mediano, ninguna marca, nada en los bolsillos, ni siquiera huele distinto que su ropa.
Adelina se deja caer sentada sobre la cama, como atontada. Mira con los ojos grandes y gira la cabeza en una dirección y otra. Cierra el ropero y llama a la hija. Mala idea, la hija, como siempre, la agarra para la chacota, nunca la toma en serio, ni siquiera ahora. Adelina corta el teléfono tan fuerte como cerró el ropero, inmediatamente se arrepiente un poco, pero solo eso, tiene problemas más importantes en los que pensar. Decide revisar el resto de la casa. Nada. Más misterio.
Encima resaca, sí, eso o los nervios. Ella que nunca toma, anoche en el cumpleaños, de tanto que le insistieron brindó con sidra y después, con los postres, se terminó tomando dos copas más. Adelina se pregunta si no habrá hecho algún papelón y decide evitar a la vecina por unos días. Prepara un vaso de soda con bicarbonato pero no llega a tomarlo cuando ve que la perra sale disparada, sabe que va a escuchar la puerta, deja el vaso. La hija no pudo venir tan rápido y el sodero pasó ayer, la perra salta y mueve la cola, el ruido de la cerradura la aterroriza.
El mormón entra como pancho por su casa, trata de decir hola pero el único sonido que ella distingue es una larga a final. Es mediano, muy flaco y muy blanco. Sonríe con toda la cara. Cuelga las llaves con las otras, se saca la mochila, la acomoda prolijamente sobre la banqueta al lado de la heladera y empieza a aflojarse el nudo de la corbata. A todo esto, Adelina ya no sabe qué hacer, así, con la casa revuelta, en salto de cama, con los aros que le duelen y un tramontina en el bolsillo.
II
El mormón pasa la tarde sentado en la mesa con una biblia, un diccionario y un cuaderno. Lee, anota cosas y cada tanto dice alguna palabra suelta que cree que aprendió y que Adelina, por supuesto, no entiende. Cada vez que esto pasa el mormón sonríe y Adelina también intenta sonreír pero no le sale. Mientras, aprovecha para ordenar la casa y sale a hacer unas compras para la noche.
Cuando Adelina sirve la comida, el mormón recita una oración en inglés y ella asiente a cada pausa. La cena transcurre en silencio, el mormón come discreta y educadamente. Adelina se siente un poco más tranquila, tanto que mientras junta los platos se atreve a preguntarle qué hace en su casa, si el saco es suyo, de dónde sacó esas llaves, cuánto piensa quedarse. “Mí mu-cho- po- ca. es- pa -ñol” dice por toda respuesta el mormón, luego de un esfuerzo agotador. Adelina no puede dejar de pensar que hay una sola cama, qué cómo pensará hacer.
Adelina señala el calefón y lo prende, el mormón entiende y se mete al baño con la mochila, haciendo un gesto de reverencia. Sale media hora después, con un calzoncillo largo blanco, camiseta y un gorro tipo papá Noel que hace que Adelina por primera vez sonría, aunque solo por dentro.
Pese a haber pasado buena parte del día juntos, el momento de acostarse les resulta muy incómodo, el mormón se acurruca y se duerme enseguida. Entonces Adelina, en la oscuridad, se saca cuidadosamente los aros y los apoya muy despacio en la mesa de luz para guardarlos mañana temprano. Ahora sí es otra cosa, piensa y se abraza a la almohada.