Diego Armando Maradona encarnó una leyenda inigualable. Ese Dios nunca dejó de ser el tipo común que se enfrentó al poder y que convirtió su sueño en la alegría de todo un pueblo.
Pasan las horas y millones de palabras se siguen multiplicando en torno a Maradona. Afirma el periodista y escritor Ariel Scher que “como en pocas ocasiones, cada individuo y cada pueblo, vulnerando las teorías de la comunicación, son cronistas de las huellas del Diego”. Y es ahí donde aparece esa genialidad que se le atribuye al Negro Fontanarrosa: “Qué me importa lo que Diego hizo con su vida, me importa lo que hizo con la mía”.
Diego, como si fuese un familiar amado o actor directo de una gran amistad, colaboró en la construcción de nuestras vidas y hoy cada uno lo llora desde su propia construcción, desde todas esas construcciones humanas que supo ser Diego. ¿Y cuántos ladrillos caben en esa obra de la vida de Maradona? ¿Habrá o hubo alguna persona en el mundo capaz de reunir en una misma piel, en unos mismos huesos, en un mismo corazón, en una misma alma, en una misma psiquis, en un mismo sistema nervioso tantas construcciones de vida como pudo edificar el pibe de Fiorito, el Diez de la Tierra?
Esa persona común, que en su infancia y adolescencia pobre solamente quería y sabía jugar al fútbol, es la que generó una leyenda que no tiene punto de comparación. No hay San Martín, Gardel, Perón, Evita o Che Guevara que superen los niveles de trascendencia mundial y popular que generó Diego Armando Maradona. Lejos de buscar la comparación estúpida, la utilización de esos nombres propios solamente cumple con los roles de unidad de medida.
¿Cómo se pesa a un personaje así? ¿Cómo se lo mide? ¿Qué tan pesado es para la historia de la humanidad un muchachito que surgió de estas tierras sureñas?
¿Por qué hizo tanto ruido?
Scher siempre tiene a mano un Osvaldo Ardizzone que te aclara todo. En este caso sacó a superficie un apunte de hace 40 años atrás. El 13 de mayo de 1980, en una columna que salía en la revista Goles Match y que tenía como título “El Hombre Común”, el enorme periodista del deporte argentino escribía:
“Juan, quería decirte algo muy especial... ¿Por qué? Por todo esto de Maradona. ¿Sabés lo que significa este ruido-Maradona? Como la reivindicación de ‘los comunes’. La trascendencia que puede alcanzar un purrete, como el hijo de Doña Tota y de Don Diego, nada más que por pegarle bien a la pelota, como diría -peyorativamente- el maestro Borges. Fijate vos, Juan, el revuelo nacional y hasta mundial que desencadena este mocoso... Los hombres serios, los intelectuales, los representantes de las fuerzas vivas, los que quieren a la patria, los que defienden la soberanía del país, algunos cantantes, algunos artistas, los que siempre se encaraman al carro donde suenan las trompetas, todos andan con el gesto preocupado, algunos con el ánimo entristecido, otros con el ademán alterado. ¿Te das cuenta, Juan, la dimensión que alcanza este ‘acontecimiento’? El hijo de Doña Tota y de Don Diego, postergando el ‘no va más’ de algunos banqueros, la catástrofe de los pueblos inundados, el diálogo político (...) ¿Y cuál es el motivo, Juan? Un pibe que hasta hace tres o cuatro años vivía oscuramente en una de esas casitas que sólo se pueden ver más allá de las zonas urbanas”.
Entre tantas respuestas sobre quién fue Maradona, la reivindicación de “los comunes” a la que hacía referencia Ardizzone es una de las que más me gusta. El común del barrio, el común de una familia numerosa, el común de una villa, el común de la pobreza, el común de los hermanos, el común de los hijos, el común de los amigos del barrio, el común del amor adolescente, el común del potrero.
En ese común del potrero Diego inicia esa “reivindicación de los comunes”, que también puede leerse como reivindicación de clase. Su plataforma a ese “inmenso todo” que después se transforma en Diego Armando Maradona es el potrero. El arte que lo lleva a la fama está en ese jardín que nadie riega, se lo encuentra en ese famoso e histórico registro que contiene un fragmento de las primeras imágenes televisivas de Diego, filmadas en la tierra de su Villa Fiorito natal, aparecidas originalmente en 1971 en el programa televisivo Sábados Circulares. El video –joya del siglo XX– también sirvió para catapultar la frase “mi sueño es jugar un Mundial”.
La frase quimérica de “los comunes” Diego la concretó, la superó y la dejó terrenal. Con la receta mejor practicada de las historias de los potreros, el hijo de dos “cabecitas negras” afincados a las orillas del Riachuelo, hizo de la pelota lo que nadie fue capaz de hacer. El arte de Maradona lo hizo ese artista inigualable. El resto, el de la leyenda, el mito, el monumento y el Dios humano fue esa enorme construcción de la vida de millones de personas en una sola vida.
Fue millones
¿Alguien es capaz de ser millones de vidas en una sola? Maradona. El personaje construido por el mundo, el que vivió tantas partículas de vida en algo más de 40 años de fama. En todas esas vidas, que en un momento representaba la mía, despreciaba la tuya y contradecía la que él mismo había vivido hace un tiempo atrás, jamás se alejaba definitivamente del tipo común. El puteador, el rebelde, el injusto, el justiciero, el contradictorio, el políticamente incorrecto, el que se le paraba de manos al poder -y no a cualquier poder, al poder donde habitaban sus propios “jefes” (FIFA)-, el amigo de Fidel en el medio de la fiesta neoliberal del mundo, el enemigo de Macri, el que una vez entró al Vaticano, vio el techo de oro y dijo: “cómo puede ser tan hijo de puta de vivir con un techo de oro y después ir a los países pobres y besar a los chicos con la panza así. Dejé de creer, porque lo estaba viendo yo”.
La joda y la merca también lo definieron como ese tipo común, pero a diferencia de grandes figuras que apenas estuvieron a la altura de sus tobillos, Maradona también fue el común de los adictos. “Yo me equivoqué y pagué”. Negro, villero, falopero y mal padre. Para levantar el dedito acusador, que sea con todas las varas de la moral de los dioses de los ejemplos de esta sociedad inmaculada.
Mi Maradona
Ese tipo común que habitó la cima del mundo quedó aturdido como cualquiera, pero de ese lugar jamás se bajó, y eso también lo hizo único. La fama, los millones y el barrilete Maradona lo elevaron a categoría Dios, pero sus patas embarradas de los potreros de Fiorito siempre tiraron paredes con los históricos desprotegidos del mundo.
El estar tan alto durante décadas engrandeció el Maradona personaje, ese Diego que ya me empezaba a importar menos por el fútbol, ahora me hacía inflar el pecho por la elección de los personajes que decidía combatir. Eso de enfrentar a los poderosos como nadie los había encarado es una característica de empatía absoluta con “los comunes”.
Esa particularidad que la sociología también puede llamar “sentimiento de clase”, una virtud que la manifestó hasta en sus últimas apariciones, es la que quedó pintada en la maradoneana Plaza de Mayo de la despedida. “Era el subsuelo de la patria sublevado”, la maravillosa frase de Raúl Scalabrini Ortiz nuevamente le cabía a un representante de “los comunes”, aunque esta vez, “el común” homenajeado había salido del mismo subsuelo que elevó Perón.
Desde el miércoles 25 de noviembre cada cual recuerda y homenajea a “su” Maradona. “Mi” Maradona me brota en la introducción de la canción de Los Piojos, me lo eleva al capitán de mis días más rebeldes y lo vuelvo a elegir, en el campito y en la embarrada vida real.
Dicen que escapó de un sueño
en casi su mejor gambeta
que ni los sueños respeta
tan lleno va de coraje
sin demasiado ropaje
y sin ninguna careta.
Dicen que escapó este mozo
del sueño de los sin jeta
que a los poderosos reta
y ataca a los más villanos
sin más armas en la mano
que un Diez en la camiseta.