En tiempos de crisis, las mujeres plantan la semilla de los nuevos modelos productivos.
El título de esta nota es también el título de uno de los capítulos del libro colaborativo Feminismo y agroecología. Acerca de la vida y el legado de Chabela Zanutigh (Último Recurso, 2020), presentado en octubre pasado. La compilación de los textos que componen la publicación estuvo a cargo de Silvia Vidal y contó con la participación del Colectivo de Mujeres de la Granja La Verdecita.
La afirmación reivindica, quizás desafía, pero sobre todo visibiliza. El campo será feminista o no será, fundamentalmente porque son manos de mujeres las que cultivan los alimentos que brotan de la tierra. Según datos de 2018 de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), ellas producen a nivel mundial entre el 60 y el 80% de los alimentos de los países en desarrollo y la mitad a nivel mundial.
Dentro de la comercialización de alimentos, las mujeres manejan -a nivel mundial- entre el 60 y el 90% de los productos de granja que van directamente al consumo. A la vez, existen estimaciones de que el 60% de las personas que padecen hambre son mujeres y niñas. Según la FAO, si tuvieran el mismo acceso a recursos productivos que los varones, podrían producir entre un 20% y un 30% más de alimentos en el mundo -lo que equivale a cuatro veces la población de Argentina- y contribuirían a reducir la cantidad de personas con hambre en un 17%.
Silvia Vidal, quien compiló el libro que homenajea a La Verdecita y a la militante santafesina Chabela Zanutigh, es ingeniera agrónoma y activista ecofeminista. Trabaja desde la academia y el activismo en temas relacionados con mujeres, medioambiente y desarrollo.
“En mi formación de agrónoma, por los años 70, salíamos todas y todos muy formateados para la Revolución Verde. Mis primeros pasos fueron en Tierra del Fuego: me vinculé con una agricultura de base sustentable a través de programa municipales parecidos a lo que después fue ProHuerta”, recuerda Silvia, en diálogo con Pausa. “En una de las tantas crisis económicas de nuestro país, en la hiperinflación del 89, empezamos a promocionar la alimentación autogestiva”.
“Ahí empecé a trabajar con dos grandes amores: las mujeres, por su rol en la alimentación -eran las primeras que se acercaban y estaban dispuestas a hacer huertas o a juntarse para hacer emprendimientos colectivos- y este modo de producir que no solo tiene que ver con no usar agrotóxicos, sino con una forma de relacionamiento cooperativo”, relata la activista.
Los comienzos de Silvia se parecen a los comienzos de La Verdecita. La organización surgió como respuesta feminista y popular al hambre en los barrios de la ciudad de Santa Fe, en el contexto de la crisis de 2001. Tiempo después, haciendo un trabajo de investigación, Silvia se encontró con la experiencia que por entonces lideraba Chabela, la histórica militante fallecida en 2018.
—¿Qué le cautivó de La Verdecita?
—Me sorprendió la fortaleza y la claridad de las mujeres que estaban en la conducción y cómo estaban haciendo realidad esto que a veces uno estudia como proyecto a futuro. Me encantó que fueran mujeres que ya venían con un recorrido dentro del feminismo y que tuvieran claros los deseos, las necesidades, las demandas de las mujeres en ese momento tan de crisis, a principios de 2000. Chabela fue la primera persona líder de una organización que hace diez años escuché hablar de autodefinirse como ecofeminista.
—¿Cuál es la importancia del ecofeminismo?
—El ecofeminismo postula que se reconozcan los derechos de las mujeres y también de la naturaleza. Nos habla de que somos cultura y naturaleza. La naturaleza más cercana es nuestro cuerpo. Los roles ligados a la alimentación o a la salud quedaron en evidencia con la pandemia. Cuando uno se pone a pensar en las necesidades más básicas para sostener una vida que valga la pena ser vivida, tenés que centrarte en ese autocuidado que pasa por la salud, por la alimentación, por tener vínculos armoniosos y no jerárquicos, por propiciar la corresponsabilidad entre varones y mujeres para las actividades que históricamente han sido sostenidas desde lo feminizado. El ecofeminismo tiene una pata muy importante en la ética y en la economía del cuidado, en una vida que merezca la alegría de ser vivida. Hay esquemas que funcionaban hace décadas, como que las mujeres teníamos que salir a conquistar el espacio público y corrernos de las labores de la casa o de esta conexión más cercana con la naturaleza. En estos momentos, después de tantos siglos de colonialismo y de tantas décadas de un capitalismo cada vez más concentrado, si no nos reconocemos como naturaleza y cultura, y si no reconocemos que sufrimos una opresión tanto las mujeres como la naturaleza, salimos perdiendo.
—¿Cuál es el rol de las mujeres en proyectos agroecológicos como La Verdecita?
—Es central. Históricamente las mujeres, por esa fijación con el rol reproductivo y con el lugar donde viven, han estado encargadas de la selección de las semillas o del cruzamiento de animales de granja. También lo vemos en la comercialización: en las ferias hay más puestos de mujeres, además que es una actividad que les permite controlar el dinero, a diferencia de lo que pasa con las producciones a gran escala que dependen más del control de los varones. Las mujeres están en todas las etapas de la cadena de producción y consumo de alimentos.
—¿Cómo se vincula la producción sustentable con la feminización de la pobreza?
—La feminización de la pobreza es un concepto de los años 70. Pero este capitalismo salvaje nos pone cada vez más al límite de la supervivencia. Nos pone a las mujeres en una doble situación: primero esto de que por mandato patriarcal tenemos que ocuparnos de que la reproducción de la vida no se detenga. El alimento es esencial y hemos visto, en contextos urbanos, al alimento como una estrategia de supervivencia que ha sido abrazada por las mujeres. Por eso de decir “produzco para poder poner alimento en la mesa” y quizás tengo un excedente con el que puedo comprar lo que no puedo producir. Que las mujeres tuvieran que defender el alimento hizo que se organizaran en el barrio y que pudieran dar respuestas de forma comunitaria.
En el marco del Programa Alimentario que funciona a nivel nacional, en 1360 organizaciones comunitarias ligadas al programa en todo el país, el 83% del trabajo es realizado por mujeres.
Contra el glifosato
Los diversos feminismos tienen un postulado común: vivir vidas libres de violencia. En el campo, la violencia se encarna en los agrotóxicos, en la falta de acceso a la tierra para las familias trabajadoras, en las mediaciones que especulan con el precio de los alimentos, en la invisibilización del aporte de las mujeres contra el hambre de la humanidad.
“Los agrotóxicos, enferman tanto a las personas como al medioambiente, causando serios problemas a la sociedad en general y muy especialmente a las mujeres empobrecidas que deben bajo esas condiciones por mandato patriarcal, ejercer sus responsabilidades del cuidado de la salud y la alimentación de su familia y comunidad”, señala uno de los textos que componen el libro compilado por Vidal. Sin embargo, la inestabilidad en la tenencia de la tierra obtura la posibilidad de sostener modelos productivos que prescindan de los venenos.
—¿Cómo acceder a la soberanía alimentaria sin un acceso democrático a la tierra?
—Hasta que no se consiga la tierra va a seguir la dependencia de los alquileres. Las familias no pueden invertir en mejoras ni en producción agroecológica porque no sabés si tenés que irte a los próximos meses. Los gobiernos municipales están empezando a abrir un poco la cabeza, por la presión del movimiento social, y a entender que nos conviene a todos tener la producción cerca del consumo, que a través de las redes de economía social y solidaria se generan puestos locales de trabajo. El sector industrializado del campo no quiere hablar de reforma agraria, pero pensando en el sector de productores arrendatarios, con muy poco se podría propiciar el acceso a un recurso productivo esencial.
“La violencia hacia las mujeres como reproductoras de vida está asociada a la forma extractivista de intervenir sobre la naturaleza, ya sea a través de la expansión de la agricultura y pesca industrial, la minería a cielo abierto o la extracción de hidrocarburos a través de técnicas de fracking”, dice el libro Feminismo y Agroecología.
En otras palabras: la lucha feminista por la igualdad es también la lucha contra el modelo capitalista que expulsa a las campesinas de sus territorios, que explota su fuerza de trabajo y que vacía sus platos y los de sus familias. En ese contexto, la agroecología es la semilla de formas productivas que recuperen los saberes de las mujeres y que jerarquicen su rol como productoras de un campo sin venenos y sin exclusión.