Por acción u omisión, el ala cívica de la última dictadura encuentra ecos discursivos en los negacionismos actuales. La responsabilidad de la dirigencia política es la clave.
Recurrir al cine y a la literatura para conocer, indagar, develar, cuestionar y sentir cómo el pasado interpela al presente es una práctica que excede ampliamente lo recreativo. Según la calidad de la obra, las vivencias de los personajes saben calar en la emotividad y la capacidad reflexiva de quien se brinda al encuentro con el arte y sus creadores/as. Es por ello que, en estos días, a 45 años del golpe de Estado de 1976, vuelven a la memoria algunos textos y algunos filmes que, en otras ocasiones, nos llevaron a la escritura: “La casa de los conejos”, novela de Laura Alcoba; “Infancia clandestina”, película de Benjamín Ávila, “Laura. Vida y militancia de Laura Carlotto”, un trabajo periodístico e histórico de María Eugenia Ludueña, y se puede sumar “Wakolda”, un filme Lucía Puenzo. Pero ahora nos interesa detener el análisis en algunas escenas de “La historia oficial”, la laureada cinta de 1985, dirigida por Luis Puenzo. Y ¿por qué?
Dotada de una restauración técnica impecable desde 2016, la película protagonizada por Norma Aleandro y Héctor Alterio hace visible una dialéctica que no perdió vigencia, aunque hoy halle algunos matices propios de las épocas que corren. Roberto (Alterio) discute con su hermano Enrique (Hugo Arana) acerca de lo que significa ser “perdedor”, “fracasado”, la pobreza, quedarse sin trabajo, la deuda que “van a tener que pagar los pibes que no van a poder estudiar”. Y todo esto viene a cuento del ascenso social y económico que obtuvo Roberto a instancias de las buenas relaciones con el gobierno de facto. Vínculos que, como si fuese poco, le permitieron apropiarse de una niña, robándole su verdadera identidad. Esas relaciones con el poder hicieron que este Roberto no se considere un fracasado y justifique las detenciones, las torturas y las aberraciones padecidas por la denominada “subversión”. Así, el filme de Puenzo, que asomó en los primeros años de la restauración democrática, pone de manifiesto el imaginario colectivo de aquel momento desde un posicionamiento político claro, pero también haciendo foco en esa burguesía que no hizo nada, que no supo nada, que no se enteró ni se quiso enterar de nada. Y que, por lo tanto, pecó por omisión.
Es así que el derrotero de Alicia (Aleandro) es el eje de la trama, la mamá adoptiva que sale a buscar la verdadera identidad de la pequeña que cobija en su hogar, mientras observa con asombro cómo sale a la superficie ese mundo de silencios, complicidades y “algo habrán hecho”. Es decir, no es la historia de una abuela o una madre de pañuelos blancos la que guía el argumento, sino la de una mujer apropiadora que busca conocer el origen de la niña.
Sobre este drama, que cuenta con otras actuaciones destacadas como la de Patricio Contreras y Chunchuna Villafañe, se podría ahondar mucho más —en particular, en el abordaje de hechos tan inmediatos en términos históricos al momento del rodaje. Sin embargo, aquel diálogo entre el hermano laburante y el empresario “exitoso” encuentra ciertos ecos en las discursividades de estos días y en las sociedades de sectores económicos también con el poder gobernante. Para prueba podemos reiterar que la pandemia exaltó las desigualdades sociales y aquellas entre países con mayor espalda para soportar los efectos de la crisis y el resto del planeta que no tiene otra opción que hacer lo que puede. El capitalismo no modifica su esencia, solo adapta sus etiquetas. Hoy el endeudamiento externo, la pobreza y el futuro hipotecado de los pibes y las pibas existen, tal como lo reprochaba el personaje de Hugo Arana en “La historia oficial”.
Ahora bien, ¿qué pasó entre aquellos años que cruzaron la década del 70 con los 80 y estos primeros 21 años del nuevo siglo? La democracia –que no es una cosa, claro está– aún parece impotente o limitada para lograr que las desigualdades golpeen menos o dejen de golpear de una vez por todas. Y en este punto, la responsabilidad cae en nuestras votaciones y elecciones ante las urnas. Sí, aunque debemos convenir que solemos votar el mal menor y ese marco de decisión no es lo óptimo. El problema anida en la clase dirigente que, hoy, se potencia en una verborragia confrontativa y, por momentos, en apariencia trivial. Así, miles de palabras, de minutos de radio y televisión se dedican a una pseudo polémica entre protagonistas de películas infantiles, cuando, en rigor, el debate de fondo debería instalarse en el respaldo o la oposición a un gobierno que debe impedir el hundimiento de un barco. Y para ello, bien habría que discutir qué retóricas son más constructivas y qué consensos son más convenientes. El adversario también se moldea y se nutre lo que cada cual dice y hace.
En paralelo, mientras sectores reaccionarios –encantados por la espectacularidad de la noticia y las réplicas en redes sociales– rechazan el valor científico de una vacuna, se oponen a la Educación Sexual Integral, ponen en duda los riesgos sanitarios del virus pandémico y hasta llegan a hablar de que no fueron 30 mil las personas desaparecidas entre 1976 y 1983, aquel personaje de Héctor Alterio en “La historia oficial” bien supo representar el ala cívica del último gobierno de facto. Pero ¿por qué semejante comparación? ¿Son lo mismo? El parecido se encuentra en el negacionismo y en la justificación de cualquier cosa. Se trata de un fenómeno que no se encuentra solo en la Argentina. En efecto, tanto en Europa como en Estados Unidos y, sin ir más lejos, en Brasil se localizan grupos fascistoides (xenófobos, misóginos, homofóbicos) y hasta gobiernan.
Decir que no ocurrió o no ocurre lo que la ciencia y la historia (en tanto conocimiento científico) avalan y testimonian alimenta, por un lado, la falta de legitimidad que se pretende imprimirle al quehacer político. En otras palabras, que la política esté deslegitimada en algunas conversaciones de café (espacios privilegiados del mentado imaginario colectivo) también es una construcción por demás de funcional a una sociedad con menos igualdad. Y al mismo tiempo, si a esta suerte de revuelta de derechas no se le ofrece una contracara seria, responsable y comprometida en los ámbitos donde se construye sentido (política, redes sociales y medios de comunicación), aquella concepción de que no triunfa el o la que no quiere, porque se ha dedicado a ejercer el sentido crítico y militar en las bases, puede no romper, pero sí sacudir, el andamiaje de lo que supone la vida democrática en el respeto de los derechos humanos y la igualdad social y política. Del mismo modo cabe preguntar acerca de algunas figuras no menos fascistoides que habitan en la amplia coalición gobernante, como Sergio Berni, y se cruzan con funcionarios/as nacionales, tanto sobre las manifestaciones oportunistas, típicas de las previas electorales.
En suma, las actuales condiciones históricas –atravesadas por una crisis que alcanza a la humanidad en su conjunto– exigen mensajes claros y oportunos porque la sociedad (o sea, todos, todas y todes) requiere de certezas para ir en el día a día, que se ha vuelto dificultoso y preocupante. En la vida personal los sentidos colectivos pueden ser un sostén. Y esa es la mayor responsabilidad de la clase dirigente.