Cines

Perón

Volví al cine con mi amiga Flor, a una de las funciones de clásicos del América. Intenté recordar cuál había sido la última vez que había entrado porque nunca fui socia del Cine Club. Las elecciones culturales siempre están atravesadas por el dinero y el tiempo, y en mi caso, fui mucho al cine en general cuando era chica porque las funciones no eran caras. En los 90 estudiaba y trabajaba y los cines me quedaban lejos. Cuando tuve sueldo, fui todo lo que pude.

Cuando era chica lo más hermoso era que había funciones para las infancias. El más barato era el Microcine. Sabíamos que en otros había películas mejores, pero para ir había que contar con más dinero. Tratábamos de hacer coincidir las elecciones de todos los interesados, los vecinos de varias cuadras, para ir al América, al Ocean o al Colón.

Lo que no tenía precio era el tiempo que se estiraba, era otra golosina. No estábamos bajo el mandato de nuestros adultos, nos gobernaba el placer comunitario. Ir juntos, volver juntos, cuidarnos entre todos. Disponerse a ir, prepararse, calcular la caminata o el colectivo para llegar a horario. Las funciones eran dobles, había un intermedio, ahí siempre el amigo más grande revisaba que todos hubiéramos vuelto a entrar. Hacíamos un pozo entre los vecinos y mi hermano y compartíamos confites de fruta, maní con chocolate o jirafitas.

Contábamos muchos chistes a la ida, algo que dejé de hacer cuando fui creciendo, nunca fui muy buena para eso. Los chistes implican memoria y oportunidad, rapidez, algo de lo que carezco. Podía contar historias que conocía de antemano, eso sí. Por ejemplo, si íbamos a ver La espada en la piedra (a veces íbamos a ver lo mismo varias veces) contaba la historia de Artuto, Lancelot y Merlín. Pero era la única chica en un grupo de tres o cuatro varones que caminaban hasta un cine. En algún momento la charla pasaba de Merlín al modo de evitar la falta en el área y encestar en tres pasos.

La alegría estaba en la aventura en tiempo chicle. Estirar, hacer durar los momentos, o más bien, no pensar en el tiempo que pasa. Salir de casa, ir caminando hasta el cine, o ir con el tiempo suficiente para pasarse unas cuadras en el colectivo y llegar un poco más lejos para conocer. Y adentro, el tiempo iluminado y todas las gradaciones de la sombra: estarse bajo los focos de la sala, ver apagarse la luz ambiente como un eclipse falso, el alboroto, la adrenalina y el pasaje al estado de niebla gris, a fundirse con esa penumbra y después, la luz que irrumpía los ojos.

¿Qué transformación provoca el cine? Recorto la imagen anterior y la edito para mí. La pongo invertida, no es nuevo el procedimiento, salir de la pantalla está hecho en cine, pero en este caso, intento poner esa luz sobre el rostro de esos niños mirando, o de nosotros con Flor la otra noche, viendo un clásico de terror en el cine. Pienso en eso de la caverna de Platón, aunque no me guste mucho esa imagen de la filosofía (detesto la idea de tábula rasa) pero pienso al revés: esa luz, una cinta corriendo, iluminándonos a los asistentes, niños o adultos, suspendidos, pero con los ojos abiertos, entregados a esa convicción, la realidad de la pantalla. Acá en este mundo, pero de este modo en el mundo: en un cine.

Y el susurro como modo de la charla. Imprevista, entrecortada, podría hacerse una partitura con los sonidos de los asistentes al cine, un timbre coral, un leiv motiv que aparece y desaparece. Si muteáramos el sonido de la película (del mismo modo que puedo editar la imagen de las personas mirando la pantalla) y elimino ahora la pista de sonido del film ¡qué belleza lo que acompaña! El sonido de seres humanos que están en un cine.

El cuerpo se cansa en el cine, también en el teatro. Sé la diferencia del cuerpo en escena y el cuerpo diferido en la pantalla. Pero lo que quiero decir es que esa educación del estar en el tiempo, es una poética humana. Y no está regida por el dinero.

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