Créase o no, he aquí un repaso rápido de esas cosas de la pandemia que nos han resultado positivas.
El mundo es un lugar mejor cuando no lo estamos mirando. Esto, claro, es imposible de chequear. Como la vieja pregunta sin respuesta que plantea si un árbol hace ruido al caerse si nadie lo está escuchando, me atrevo a decir que jamás sabremos cómo era este planeta antes de que nosotres llegáramos, y cómo será el día en que nos extingamos, producto de la sobrecarga de la información, los sueldos paupérrimos y la insistencia terca con la que nos vinculamos con las harinas. Así les digo, tengo total certeza: el mundo es un lugar mejor cuando no lo estamos mirando. Es la verdad que los gatos conocen, y que les hace superiores.
Dicho esto, espero que este rincón del mejor periódico quincenal de la provincia los encuentre con los ánimos cargados del optimismo que nos merecemos en esta segunda ola de la pandemia. Como alguien que ha barrenado muchísimas olas en las plateadas aguas de nuestra costa Atlántica, puedo decirles que era obvio que esta segunda ola nos iba a pasar por arriba. Jamás te esperás a la segunda ola. Con hidalguía y estupidez te enfrentás a la primera, poniendo el pecho y la cabeza, y jamás prevés que la segunda te va a azotar la cara mientras apenas te estás recuperando de la salada caricia del mar de Las Toninas. Ah, qué maravilla la segunda ola. Eterna ladrona de anteojos baratos, dentaduras postizas y tablas de surf de telgopor. Sobre esa tablita, mis amigues, estamos subsistiendo.
He notado que en mi corta pero fructífera trayectoria en este medio, que es sin lugar a dudas el mejor uso del papel que el periodismo ha hecho desde La Gaceta de Buenos Aires para acá, he criticado mucho y he propuesto muy poco. Esto me escuece, y no puede quedar así. En pleno uso de mis facultades de tirar fruta hasta que algo prenda he confeccionado lo que, a mi criterio, es la lista definitiva de cosas que espero que podamos aprender de esta pandemia. Como se imaginarán, he consultado esto con mis círculos sociales y la mayoría de las ideas no son de mi autoría pero no citaré a las personas que intervinieron. A su vez, transformaré esto en un workshop por el que cobraré en dólares y en el que sólo miraremos a una presentación hecha en Canva durante dos horas sin sacar ninguna conclusión permanente. Como debe ser.
Quizás la primera enseñanza que podemos llevarnos a un mundo post-pandemia es la de respetar el espacio personal. Los dos metros a la redonda que nos separan del resto de los individuos de este planeta deberían ser considerados ya no sólo de forma preventiva, sino también permanente. No quiero tenerte cerca. Si quiero que seamos contactos estrechos, te lo haré saber con el debido tiempo de anticipación vía carta notariada o sticker de WhatsApp. Por lo demás, no tengo ganas de fingir que me interesa que nos saludemos con un beso cuando francamente preferiría reservar esos gestos para mis contactos más allegados y, si se da la posibilidad, la señorita Andrea Rincón. Todo lo demás está de más. En ningún país serio, ni en Islandia ni en Australia ni en Genovia, la gente se saluda con un beso. Menos en las estaciones estivales en las que es notorio el incremento de sudor en bozo y en axila. Que lo que la pandemia ha separado no lo una la estupidez.
La metodología aplicada en el transporte público es también un buen protocolo que podríamos no abandonar jamás. A veces siento que teníamos la vara muy baja si lo que ahora estamos exigiendo como usuarios es limpieza, más frecuencia, menos hacinamiento y ventilación. Quizás solamente deberíamos liberar a los colectiveros de su prisión de PVC pero mantener el resto de las pautas mínimas de convivencia y añadir, a mi criterio, la prohibición de escuchar música sin auriculares y comer alimentos. Hace dos semanas, en un viaje corto, una señorita de no más de 25 años decidió sentarse a mi lado, sacarse el barbijo y comenzar a ingerir unas papitas del tipo sabor a asado (?) con una estampa de La Casa de Papel en el frente de la bolsa. Como ciudadana, como mujer, como persona gorra en general me sentí profundamente ultrajada por su gesto. El estupor no me permitió solucionar el altercado a los golpes, como se estipula en estos casos. Simplemente pude tragarme la bronca y transformarla en esta nota horrible, como cualquier ser humano de a pie.
Quizás también podamos pensar que es ilógico, con o sin pandemia, intentar hacer una juntada de amigos con más de diez personas. Realmente nadie tiene ganas de ver a tanta gente. No hay casa que tenga la infraestructura suficiente. Dejémonos de tonterías. Las reuniones podrían acotarse simplemente a las personas con las que estarías dispuesto a pasar una posible cuarentena en caso de pescarte el Covid. Y una vez finalizada la pandemia, sostengamos sólo esos vínculos, que son los que valen la pena. Mismo principio para las salidas en plan gastronómico: dos horas y con tope máximo a las 23 horas. Yo ya no aguanto pasadas las 12. Ni siquiera llego a ver completo Masterchef. Buen momento para denunciar que la última tanda de Masterchef debería estar penada por la ley y ser ésta la restricción sobre la que sentemos el pilar fundacional de la próxima Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual. Eso y que no se puede seguir sosteniendo a Del Moro como conductor. Estoy dispuesta a exponer en los foros que haga falta.
La verdad es que, en salidas de dos horas, en horarios entre las seis de la tarde y las nueve, hay pocas chances de meter la pata. Casi no tenés tiempo de gastar mucha guita y no te da el momento para equivocarte groso y preguntarle a tu amigo por esa flaca con la que se estaba viendo y hacer de eso el puntapié inicial de una sesión de terapia de seis horas en las que pasa del amor al llanto unas doce veces. Cortito, conciso, efectivo. Así debería ser la amistad. Y cualquier charla.
La posibilidad de hacer de nuestras casas una oficina también podría ser una suerte de nuevo derecho a conquistar por la clase obrera. Esto libera el transporte público y lo deja a disposición de quienes realmente trabajan, como albañiles y enfermeras, y hace que el resto de los laburantes que nos creemos especiales (contadores, periodistas, psicólogos) entendamos que realmente en la pirámide de los imprescindibles estamos más bien abajo. Laburar desde casa en pijama, una semana al mes y cuando se nos plazca, no es mala opción. Este país, que bajo el estandarte del peronismo otorgó a sus trabajadores vacaciones pagas y un decimotercer salario en calidad de aguinaldo, merece pasar al siguiente nivel y reconocernos la posibilidad de bajar los niveles de productividad al menos una vez al mes. Lo de la productividad, de hecho, está por verse. Porque yo creo que si ponemos toda la energía que por lo general usamos en mantener vínculos con esos compañeros de trabajo que lo único que hacen es lavar el mate y mostrarnos fotos de sus sobrinos en vez de la-bu-rar como corresponde, podemos llegar a ser potencia mundial en tiempo récord.
Así también desearía que la tendencia protocolar de tener un mate individual nos acompañe en el mundo post-pandemia. Sospecho que no será así y que volveremos a la vieja usanza de pasarnos un mismo mate entre ocho personas. Pero acaso ¿no estaría bien que cada quien prepare su mate y bebamos todos tranquilos, sin imponer nuestras preferencias al resto de la ronda? Así se eliminan las discusiones estériles acerca de quién prepara mejor el mate, si la infusión es dulce o es amarga, si ponerle hierbas es de blandito y si el agua debe estar a mayor o menor temperatura. Tomá tu mate con yuyos diuréticos y dejame a mí con mi sancocho de azúcar, peperina y yerba barata que así estoy bien.
La posibilidad de que te traigan todo a tu casa, desde la compra de la verdulería hasta una mini tortita de chocolinas para cuando te pinta el bajón, tampoco debería abandonarse. Sigamos usando los métodos de pago virtual. Sigamos valorando al desarrollo científico y la labor del personal de salud como se merece. Sigamos lavándonos las manos. Agua, jabón, incluso sanitizante. ¿Adónde estábamos viviendo antes de todo esto que tuvieron que explicarnos casi como si fuera la primera vez? ¿No sabíamos que antes de manipular cosas que nos llevamos a la boca, la nariz o cualquiera de los orificios del cuerpo tenemos que chequear que las manos estén limpias? Siento que el surgimiento de la penicilina hizo que todos nos relajemos muchísimo.
Y en esto seré inflexible, sin rodeos, y que vuelen las cabezas que tengan que volar: abandonemos de una vez por todas los vivos de Instagram y los challenges que no hacen más que confirmarnos quiénes son simpáticos y quienes son agentes productores de la vergüenza ajena. Demostrémosle a este mundo que puede que sea mejor sin nosotros, pero que aún falta muchísimo para nuestra extinción.