Ser porteño es un privilegio. La pregunta es cómo llegaron a eso.
Los estudios arqueológicos indican que los primeros hombres en caminar estas pampas fueron los lánguidos, hace más de seis mil años. Cazadores y rudimentarios agricultores, apenas si tenían para empezar con sus compatriotas pampas, que habitaban las sierras del sur de lo que ahora es Buenos Aires, o los temibles patagónicos, que medían como ocho metros y ya se fabricaban sus propias armas. Quizás estoy inventado. Todo esto lo aprendí en la enciclopedia Anteojito, que tenía el mismo nivel de credibilidad que los horóscopos de los chicles Bazooka. Si alguien quiere corregirme, deberá acercarse a las oficinas centrales de este medio. Mucha suerte con eso.
Lo real y lo concreto es que hace seis mil años atrás, entre las húmedas tierras que esperaban ser sembradas a orillas del Paraná, nuestros ancestros pasaban sus días oliéndose las axilas y construyendo un mundo sustentable y probablemente más humano. Y allí subsistían sin mayores sobresaltos. Hasta que un día, sin motivo aparente, uno de ellos se paró durante más de un minuto frente a un Ubajay a esperar que la fruta cayera sola del árbol, sin arrancarla. Y otro vio en ese gesto perezoso la posibilidad de vivir una vida que requiera de menos energía, y se plantó detrás de él a esperar lo mismo. Y ese se le sumó un tercero, y un cuarto, y un decimoquinto. Para cuando llegó la noche, las chozas estaban vacías y la fila ya llegaba a lo que ahora conocemos como Ezeiza.
Y así, como si nada, nació frente a los ojos de los otros animales y seres vivos que habitaban estas nobles tierras el peor espécimen a este lado de la cordillera: el porteño.
En el intento desesperado por ahorrar esfuerzo, aquél primer hombre puso la piedra fundacional de lo que después, a fuerza de muy buena prensa y años de estar asentados frente al principal puerto del país, los transformaría en supuestas superaciones de la especie, una suerte de evolución que apenas los coloca por debajo de los mismísimos dioses del Olimpo.
De ahí en más todo fue cuesta abajo. Milenios después, aún disfrutan del placer de hacer largas colas y filas como si acaso el divertimento estuviera en la espera, y no ya en el disfrute de la actividad prometida. Conocidos en todo el país por llegar tarde a todos lados y someterse voluntariamente a la tortura de los embotellamientos, es inaudito que al día de hoy los hombres que dicen haberlo inventado todo no hayan descubierto una manera de no pasarse la mitad de su tiempo trasladándose de un lugar a otro, saltando de una cola y una espera a la siguiente, quitándole tiempo a su vida en el afán de (paradójicamente) hacer todo más rápido, más eficiente.
No tengo nada en contra de los porteños. Tampoco nada a favor. Son para mí una suerte de divertimento continuo. Encuentro en sus andanzas, en la manera tosca de creerse Elon Musk cuando del buen Biró para acá no han inventado nada, una pose sobreactuada de héroes y patriotas que logra a veces enternecerme. Los últimos porteños que realmente hicieron algo por este maravilloso país fueron aquellos que con hidalguía y coraje defendieron a los ponchazos la ciudad de Buenos Aires de las invasiones inglesas. Sus descendientes, 200 años después, lloran frente a las políticas restrictivas que no permiten que ingresen al país las frágiles tapas plásticas que protegen sus macchiatos veganos cruelty free de las cacas de palomas que vuelan sobre sus cabezas constantemente. Son los mismos que creen que inventan cosas simplemente porque logran ponerles un nombre en inglés. Así surgen el crowdfunding, el storytelling, los hot sales y los shoppings. Lejos quedaron los tiempos en los que protegíamos lo nuestro tirando agua caliente a los sucios invasores. Buenos Aires es ahora la puerta de entrada a una globalización que promete brillantina, purpurina y autos eléctricos, pero que sólo deja un surco en la 9 de Julio con forma de Metrobus.
No pretendo sonar fatalista ni mucho menos. Pero entiendan que a veces es agotador estar siguiéndoles el tren. Los constantes zigzagueos que tienen son a veces intempestivos. Buenos Aires es esa amiga que nunca termina ningún proyecto en su vida, pero siempre está “en una”, y como tal no puede ser molestada. Es la que vive pidiéndote tu guita, tu tiempo, tu oreja para quejarse de sus problemas, pero nunca transformará ese pedido en algo recíproco. Buenos Aires es, para ponerlo en los términos millennials de categorías sexoafectivas, una tóxica de la que el resto del país no puede salvarse. La forma en la que nos vinculamos con la Capital Federal es realmente preocupante. Le damos todo sin pedir nada a cambio. La acompañamos, la cobijamos, la nutrimos, la detestamos y aún así no podemos dejarla. ¿Por qué? Porque de vez en cuando mira a alguno de nosotros, los que vivimos más allá de las tierras de la General Paz, y nos tira un hueso. Nos convierte en la próxima atracción que todos los palermitanos disfrutarán. Harán de nosotros el próximo consumo cool, progre y disruptivo que siempre debimos ser.
Creen los porteños que han inventado todo, y probablemente lo que sí han inventado es la venta de humo. No conformes con vendernos cada tanto un modelo de país que nos destruye y nos deja tirados al sol con la mente seca y las cuentas endeudadas, de vez en cuando también nos “moderniza” y nos impone prácticas detestables. Así es como transformaron a la ciudad de Santa Fe de la Vera Cruz, cuna de los lisos y los ingredientes por excelencia, en una pequeña reserva de Villa Crespo en la que crecen cervecerías artesanales con sillas altas incómodas e ingredientes pobres, deslucidos, casi inexistentes.
Los porteños, el electorado sesudo de la Nación, nos ha mirado desde arriba y con displicencia desde siempre, invitándonos a sus programas de talentos para reírse de nuestras tonadas y nuestras canciones, como si ellos acaso no le pusieran una “s” al final a todas las palabras disponibles y no vivieran entonando temas de Calamaro en los que se rima “codo” con “modo” y cosas por el estilo. A nosotros se nos tilda de ignorantes, de pre-lingüísticos e insensatos, mientras que ellos creen que toda la Argentina es un gran campo desolado y no podrían marcar adónde se ubica la provincia de Formosa en un mapa. No llegan ni a largarse a llorar si un GPS no se los indica. Quizás por eso se mueven en manada, yendo todos a todos lados al mismo tiempo. Porque el GPS así lo indica. Entiéndanlos: no pueden mirar más allá de su propio ombligo. Están impedidos físicamente.
La creencia inaudita que sostienen de que todes en el “interior” (y vaya a saber uno interior de qué, como si acaso el país aún fuera un monte espeso y uniforme en el que hay que meterse para conocerlo) andamos a caballo, tenemos calles de tierra y tomamos mate en pava de metal es al menos tierna. Recuerdo que en un encuentro nacional de locución un colega porteño me preguntó, con mucha seguridad, si a los locutores santafesinos nos enseñaban “cosas relativas al campo”. Todavía quedan resabios en la pared del anfiteatro de Tecnópolis de la escupida que solté de la risa.
Todo lo que ellos hacen es cool, hasta que nosotres empezamos a hacerlo. Todo lo que nosotres hacemos es una gronchada, hasta que alguno de ellos lo pone en un frasco y lo vende a doce mil euros. Así es como nos dominan desde su torre de marfil construida y solventada sobre la base del dinero de la coparticipación. Así es como se comen una pizza de parados mientras cranean una idea que va a transformarlos en la próxima empresa unicornio del país, sin pensar que esa pizza tiene doce componentes fundamentales que han sido sembrados, cosechados, faenados, producidos, industrializados y distribuidos desde las lejanas tierras que consideran repletas de ignorantes, patasucias y cromañones.
Desde ese mundo de charlas motivacionales, cafés de autor y peluquerías para perros, nos vigilan. Son conscientes, aún en su fuero más íntimo, del potencial peligro que podría representar una alianza estratégica que nos involucre a todos los “otros”, los interiores, los que vivimos más allá de las soleadas tierras de la General Paz. Aquel primer lánguido ni se atrevió a imaginar que siglos después, frente a la adversidad y las dificultades propias de la vida, sus descendientes iban a responder con presentaciones a la Justicia, técnicas de respiración ayurvédicas y consumo de fármacos a granel. Tampoco pudo predecir la existencia del Clan Suller. Quizás en algunos milenios nuestros descendientes encuentren arcaicos VHS de los mejores programas de ZAP y sólo entonces puedan recuperar el único eslabón de cordura que la raza porteña legó a un país que vivió para alimentarlos, aún a costa de sus propios intereses.