—Dale Negro, ahora gritá –me dijo y yo largué un alarido agudo y largo, bien infantil, hasta que me calmaron los plateístas entre risas.
Habrá sido en el 84 o el 85, todavía yo decía que era de Independiente sólo porque había salido campeón. El fútbol seguía siendo patear la pelota en un patio o en la calle, sin equipo, arcos o reglas. Entonces, no entendía nada de lo que estaba mirando, menos lo que pasaba en el lugar en donde estaba, que ni sabía que existía, lleno de gente disfrazada de rojo y negro, enardecida, con banderas y gorros piluso que yo no tenía.
Unas horas antes, después de un almuerzo familiar, el tío Telm me había invitado a la cancha. Telm había asumido la función de introducirme en el mundo como aventura y desafío. Era alto, fuerte, tenía una barba grande, era silencioso, podía insultar de modo estremecedor, tenía ojos grandes atrás de culos de botella con marco grueso y sonreía muy lentamente, ensanchando la boca de a poco hasta que le brillaba toda la cara como un gato gigante. Una vez me dijo que él también, de joven, hubiera podido nadar desde Santa Fe a Coronda. Fue en la pileta de UPCN, después de ganarme una competencia de aguantar la respiración abajo del agua.
Con Telm conocí la isla, vi una familia de pumas y cascotié una cascabel en las sierras. Tuvo el compromiso de engordar las lecturas, le correspondía casi como deber; en la familia era el militante y el profesor. Fue presidente del Centro de Estudiantes del viejo profesorado, fue el director del Nacional Simón de Iriondo, fue fundador de la Federación de Cooperadoras Escolares, fue presidente del Centro Balear, fue escritor y pintor, fue caricaturista. Corrido por la dictadura, hasta trabajó en la aerosilla.
—¿Y qué es lo que se hace ahí?
—Vos tenés que gritar cuando yo te diga.
Anselmo Molinas, tal su nombre, murió por coronavirus el 24 de marzo a los 75 años, en un último saludo a los camaradas. Hubo una despedida secreta, lejana e infinitamente amorosa en la terapia intensiva del Cullen. Como la mayoría de los más de 550 muertos por coronavirus de la ciudad de Santa Fe, Telm no pudo verlo campeón a Colón, tampoco lo hizo desde ningún cielo o estrella.
Ya de más grande había dejado la cancha, hasta el fútbol por TV. “Es puro negocio”, se quejaba. Su cuñado y compinche sabía mejor: había dejado de ir a ver a Colón porque sufría mucho de tan raza. La primera vez que fui a la cancha, de la mano de los dos, a los agudos alaridos infantiles los lancé unas tres veces, imagino que fueron goles en un partido de la B. La platea de cemento era incómoda, a lo lejos se veía la hinchada bamboleándose sobre los tablones. Sin objeto ni finalidad, en la pasión por el fútbol sobrevive para las masas y para cada uno la última ruina de la seriedad imperturbable con la que los niños juegan. Por eso el éxtasis sin sentido. Transferir esa pasión en el momento justo es un don y es el legado de una posta. Recién ahora lo entiendo.
—¿Y qué pasó entonces, tío?
—Ganamos, Negro, ganamos.