Él integraba universos –hasta él– paralelos, construía genealogías verticales y horizontales inéditas, desafiantes y encarnadas cuando el vértigo y la honestidad de pensarlo todo, de cuestionarlo todo, se le hacía –a él y a su particular percepción de las emergencias históricas– oportuno, indispensable. Nosotros simplemente mezclamos ideas y proyectamos ocurrencias, como en esta nota que apenas atisba el vacío González.
Va a ir de fechas y frases la cosa, de recuerdos de rabiosa actualidad y a la vez emocionantes. Cuando se despidió en diciembre de 2015 de los trabajadores de la Biblioteca Nacional, en una explanada Juan José Saer colmada, conmovida y rugiente (“Horacio no se va”, como una botella al mar y cuando el macrismo desgrasaba el Estado de resabios kirchneristas), Horacio González decía que “tenemos que alimentarnos de ésta pena porque los momentos que van a venir no van a ser fáciles pero los anteriores tampoco, sólo que no nos dimos cuenta porque tuvimos instrumentos de trabajo y fuertes reconocimientos del espacio público (…) tengo que agradecerle al gobierno (de Cristina) el lujo que me di de haberlos criticado no pocas veces, pero porque siempre creí que un proceso popular de la magnitud del que inauguraban Néstor y Cristina Kirchner precisaba de mucho pensamiento, de lo múltiple de la crítica”.
Y refiriéndose al fetiche del bastón presidencial, ese palo rematado en platería que pasaba de mano en mano que “los símbolos son dos cosas, despreciables por un lado y a la vez lo más importante del mundo. ¿Por qué no van a ser despreciables las cosas más importantes del mundo?”. Humor exquisito, una pincelada oceánica en el preludio de una tragedia nacional y popular. Fito hizo punta con una carcajada y risas para todes. El viento le revolvía la melena y el revolvía las ideas y los abismos que angustiaban a una burocracia –por lo inercial de las burocracias, sin ofender– con la que debatió, disputó y a la que condujo durante diez años.
Padecía el cargo y las minucias administrativas –“a mí no me gusta ser funcionario, aunque lo encare con cariño”– porque González era desmesurado para pensar, escribir y declarar, para sostener el punto de vista del otre por pueril o gorila que fuera y salir de gira con Beatriz Sarlo (me viene a la memoria Irma Roy sobre “Eva y Victoria” para decir “no sabía que Victoria Ocampo era tan importante”), dejando atrás el orden de las repisas, las cuentas y toda minucia sobre las que se asienta la vida cotidiana y quedaban, como el amor y la música, para Liliana.
Liliana es Herrero y le decía González. González era Horacio y le decía Liliana y yo tuve la fortuna de algunos encuentros fugaces, intensos. Hay en la mención por el apellido una carga de amor y respeto que me gusta, que pude testear un par de veces en la casa que ambos compartieron, repleta de libros, discos y retratos, de detalles testimoniales, enorme para albergar letras y música, dos individualidades numerosas.
La emancipación es una eterna vagabunda
La última vez que nos encontramos en su casa el reportaje no arrancaba, pero el mate sí y mientras Verónica Villanueva –la mejor fotógrafa que se puede pedir siempre– calibraba el equipo ensayando tomas, le recordé su discurso en el Foro Internacional por la Emancipación e Igualdad, ese monumental encuentro organizado por la Secretaría que coordinaba uno de sus amigos hoy desgarrados, Ricardo Forster. Fue en marzo de 2015 con la operación Nisman en pañales, sin candidato que suceda a Cristina y cuando la restauración neoliberal era una antiutopía (hoy distopía) de ficción. Le cedió la palabra otro de sus amigos y admiradores que hoy no encuentra consuelo, Jorge Alemán, al decir: “Me gustaría decir algo para presentarlo, Borges decía que él admiraba a Lugones hasta el devoto plagio y querría decirlo también, pero es imposible plagiar a Horacio González porque el lugar desde donde brota su escritura es indeterminable, ha atravesado todos los legados simbólicos de la Argentina”. El clima era festivo y con razón, el kirchnerismo como actualización doctrinaria del peronismo parecía estar condenado a perdurar, arrojado al modo sartreano a todas sus posibilidades, menos la de perder. García Linera, Sader, Ramonet, Iñigo y Kiciloff habían interpretado el optimismo de la voluntad de poder ávida de razones y generando momentos de euforia.
González abusó una vez más de su finísmo y honestísimo sentido del humor para afirmar, entre Boff, Vattimo y Sánchez Sorondo: “Debo decir que no recuerdo otra mesa en la que haya estado tan en minoría, debo confesarme laico, pero es una confesión”. Risas y posteriormente un señorío brillante sobre la emancipación en sus versiones laicas y religiosas, la inextricable relación entre los nacionalismos populares y el mesianismo católico y la centralidad de la ilustración argentina destilada entre Moreno y John William Cooke. Pero precisamente allí, en el Teatro Cervantes, entre acuerdos y debates emotivos, mientras el establishment afinaba la maquinaria que iba a generar meses después la derrota más dolorosa para el campo popular desde la vuelta de la democracia… justamente allí, González silencia a la leonera al decir que “la emancipación es un proyecto que aún puede no ser”. Y no lo fue, por cierto.
Sonrió como escribió Fito en “Tu sonrisa inolvidable” y mientras cedía el control del termo, le comenté que algunes compañeres, partidarios de la rosca como verdad y las cavilaciones intelectuales como repulgue, pasto para el enemigo y hasta lastre, lo nominaron “piantavotos”. A él y a Carta Abierta, eso que hoy Alberto reúne en Casa Rosada con Forster incluido, pero no tiene nombre ni se embarca en ninguna batalla cultural. ¡Podría haberlo desestimado, tan luego González! Pero se puso a discurrir sobre el origen plebeyo, casi lunfardo del término, un paper espontáneo sobre el asunto y la humildad ilustrada y armada para decir “finalmente puede ser cierto que sea piantavotos, porque la lealtad posee una apertura dinámica, puede ser hacia una persona, un conjunto de textos o virtudes, un proceso político. Yo no solía hacerlo, pero le agradecí mucho a Cristina y a Néstor también, hice mi mejor esfuerzo y fui leal a la posibilidad de pensar y escribir todo lo que pude, yo cargo con mis intereses, conflictos y hedonismos, un problema para ser funcionario”.
Para mí González fue los libros que desmenuzé con afanosa incompetencia, La Nación Subrepticia, Los asaltantes del cielo, Restos pampeanos o Perón, reflejos de una vida. Uno de los creadores de las cátedras nacionales de Filosofía y Letras de la UBA, como testimonio de resistencia posible después de los bastones largos, en vez de exiliarse (junto a Alcira Argumedo, entre otres, a quien aún lloro mientras desgrabo una charla inédita). El militante juvenil de las FAP que, como cuadro de superficie de Montoneros, se puso al frente de una unidad básica en Flores, cuando además de ideas había que tener un barrio detrás. El brillante articulista que desde Unidos problematizaba la decadencia del peronismo post dictactorial y a la vez animaba a miles de jóvenes peronistas, en la primavera de un alfonsinismo que refundaba en clave gorila (con pleno derecho y plumas socialistas) la historia cultural y política del siglo XX y nos decía que habíamos sido cándidas víctimas de un militar demagogo, burgués y fascista. El que nunca creyó que para salvar al peronismo había que salvar a Perón primero y, ante todo, sino exponerlo en su maravillosa y trágica complejidad. Una de las plumas más altas y diáfanas de un grupo intelectual que acompañó desde 2008 una experiencia disruptiva y que ameritaba ser pensada en rabioso presente, defendida y desafiada en sus propios términos. Y finalmente el paradigma absoluto del encuadramiento que más me gustaba, del modo de “alistamiento” (hubiese tachado esta palabra) o integración funcional a un proyecto político que elegí toda mi vida: la desobediencia orgánica.
La vida moderna –la posmoderna fue el boom editorial y académico en los 90 y no la reconozco–, la que todes conocemos y la del tema de Fito, es una puesta en escena cuidadosamente caótica, una explosión más o menos comprensible de temporalidades mezcladas, de afectos y momentos esenciales o superfluos e ingrávidos; es eso que pasa mientras nos empeñamos en perdurar marcando la arena, mientras se retira González. Y es entonces cuando se siente el vacío González, el que sólo podrá vivenciar su compañera cantora, el que deja en sus viejos y nuevos compañeros de militancia, en sus editores, en sus alumnos, en sus lectores. El vacío González que recién comienza y nos reclama la mayor lucidez, honestidad y coraje de los que seamos capaces, porque “sin nosotros no somos nada” y la emancipación sigue siendo –como hace 211 años y en aquella tardecita de marzo de 2015 en el Foro Internacional por la Emancipación e Igualdad, en la que un laico ilustrado anticipó el porvenir– un proyecto que siempre puede no ser.