Hora de la siesta. Todavía no almorcé, pero como me levanto tarde, me tomé un café y no voy a tener hambre hasta las cuatro de la tarde. Me dan ganas de salir a caminar: el silencio de la hora, el otoño parecen tironearme para afuera y ahí voy, barbijo, bastón, celular, cigarrillos.
Me regocija mirar las veredas anchas, los árboles altos, las hojas que van crujiendo conforme los pasos se suceden. Me siento feliz porque estoy en la calle y hay algo de la expansión de, llamale alma, por el hecho de salir de casa. Cosa que no ocurre a menudo por el virus que nos está encerrando hace un largo año.
La escasez de gente me procura un momento de descanso del barbijo. Lo llevo en la mano, por si aparece alguien. Se acerca por bulevar un grupo de chiques: me lo pongo y nos cruzamos. Todes elles llevan barbijos, lo cual me parece raro porque es frecuente que no. Me acerco al bar de la esquina; vislumbro que no hay casi gente y me digo: almorzate un sánguche, Mari, y matamos dos pájaros de un tiro. No da para las mesitas de afuera. Adentro, una pareja a más de dos metros.
Uno tiene que calcular todo el tiempo. Viene de visita un amigo o la hija y los sillones están a la distancia requerida para que el presunto virus no venga saltando hasta cualquiera de quienes habitan en ese momento este living. Es un virus de corto alcance, pero alcanza fácilmente. (Suficiente para una ligera borrachera con Hernán o con el Ale). El alcohol arruina la piel pero protege y siempre está listo, en la cartera, en las mesitas de la casa, cerca de la llave de casa.
Olvidé algunos cuidados respecto de la comida, las frutas, etc. Esta casa, mejor dicho, este sillón, es mi reino. Un territorio sagrado. Tengo cerca celular, notebook, controles del TV, remedios, agua, crema para las manos, el gato que de vez en cuando reclama comida.
Ayer, después de dos años, la encontré a Virginia por bulevar y me contó que su hermana, médica residente, se agarró el Covid dos veces en un período de tres meses. La primera vez no quedó inmunizada, parece. En realidad, dice la Vir, no se sabe mucho de esta pandemia. Dos veces, los mismos síntomas.
Pido en el bar un café y un sánguche y miro a los empleados, la gente que pasa por afuera, me saco una selfie bebiendo de la tacita para mandarle a la Lau, como apenas y me voy rápido. Me vengo, no de venganza, a casa, fumando, dichosa. La felicidad no es un amor: es que no duelan las rodillas al caminar. Pienso en Onetti, en el título de una novela que jamás voy a leer: la vida breve. Mejor diría: abreviada. ¿Qué cosas hacía antes de la pandemia que ahora verdadera y justamente extraño? Abrazar a la gente que amo y no tener miedo. ¿Es poca cosa? También pienso un momento en una nota del Chuca sobre Hemingway. No me cae simpático, pienso, a pesar de que París era una fiesta y El viejo y el mar. Se peleaba con Scott Fitzgerald, que sí amo, profundamente: “La vida, dice el viejo Francis, es un lento proceso de demolición”.