De la final en Paraguay a la revancha histórica en San Juan: un hincha de Colón relata en primera persona el campeonato del Sabalero atravesado por la irreparable pérdida de su padre.
Por Paulo Ricci
Como si se tratara del argumento de una novela rusa, todo tiene que estar envuelto en drama y sufrimiento, de lo contrario pareciese que la tan postergada y merecida alegría no tendría para nosotros el mismo sentido. Si no cuesta no vale. Festejar en medio de una terrible pandemia que impide abrazarse con propios y extraños, en ese ritual de comunión social que solamente el fútbol puede propiciar, es apenas una ínfima parte del drama colectivo que el mundo atraviesa.
Hemos logrado lo impensado y por una vez, más allá del contexto igualador en su condición de tragedia humanitaria, tenemos que reconocer que el sufrimiento no estuvo en el campo de juego. Desde el primer partido, en aquel viernes de carnaval santiagueño que inauguraba nuestro camino triunfal, a este otro viernes casi invernal en la fría San Juan, transitamos sin sobresaltos una procesión de resultados favorables que por supuesto para nosotros parece pura ficción. Porque para nosotros lo habitual es otra cosa, para nosotros el sufrimiento es moneda corriente.
Tuvieron que pasar más de cien años, varias debacles deportivas y otras sociales, una interminable década y media de temporadas en la tan temida B, varias inundaciones, la más dolorosa derrota que un hincha de fútbol puede imaginar, dos finales en ciudades lejanas a las que llegamos como un ejército victorioso y de las que volvimos en silenciosas procesiones tan largas como inolvidables. En la última, de la que apenas transcurrieron 19 meses, minutos antes de que comience el juego se desató una tormenta épica que nos hizo creer por unos minutos que nuestros cantos y saltos en las tribunas eran tan poderosos que también eran capaces de producir fenómenos meteorológicos. Más allá de las estadísticas y los números, esa jornada quedará en la historia social del fútbol como la final más unánime de todos los tiempos. Del partido se olvidará la mayoría, pero del fenómeno sociológico y hasta demográfico que produjo la multitud que invadió Asunción se hablará por varias generaciones. Y sin embargo terminamos por consagrarnos campeones por prepotencia de juego y no de pueblo. Y ahora que finalmente jugamos el mejor fútbol que vimos en mucho tiempo, el destino quiso no podamos disfrutarlo desde las tribunas.
Faltan pocos minutos para que se cumplan las primeras veinticuatro horas del comienzo del partido más alegre de nuestra historia y en las calles la ciudad sigue sonando una incesante sinfonía de bocinas. Es como si en ellas hubiésemos encontrado una lengua común para sustituir los abrazos y los brindis. Desde los autos, los balcones y las ventanas de las casas, nos saludamos con desconocidos, con quienes nos sabemos hermanados instantáneamente al reconocernos por esos colores que son nuestro sino inevitable: pasión y sufrimiento o, mejor dicho, sangre y luto.
Hace apenas unos años le reproché por escrito y con algo de ironía a mi viejo que no haya tenido la suficiente vehemencia para imponerme la pasión por su club de fútbol y, al mismo tiempo, le agradecí que en su lugar me haya inoculado el gusto por el buen fútbol, por la filosofía del juego bien practicado, al tiempo que permitía generoso que sea mi abuelo quien me llevara a la tribuna de madera con pasillos de arena y tablones elásticos para sembrar mis primeras pasiones futboleras. Por lo menos le quedaba el consuelo de que los colores eran los mismos que los de su querido Newell’s. Vuelvo a pensar en él cuando me percato de que el único partido de este inolvidable torneo que nunca pude ver fue el primero, el de ese viernes de carnaval de hace exactos 113 días. Ese día recién me enteré del resultado una hora y pico después de que había terminado el partido, cuando prendí la radio para ver cómo habíamos salido y en la radio escuchamos la voz del inolvidable Walter Saavedra que, en lugar de comentar los tres goles de Colón en Santiago del Estero, se despedía, generosamente y en público, de mi viejo quien había empujado sus primeros pasos como relator en nuestra ciudad. Otra vez drama y sufrimiento, lágrimas y sonrisas. Porque ese viernes de febrero que ya no voy a poder olvidar nunca más, ese día se nos fue mi viejo y Colón había ganado.