En la ciudad se fueron extinguiendo junto con los baldíos, pero están, en algún alambrado, en un tronco, al costado de un camino o trepando a un cartel. Son maleza, yuyo, hierba salvaje y sedienta que se aferra y resiste silenciosa, rizomática, oculta.
El hallazgo es lo menos frecuente, casi siempre alguien nos comparte el secreto. Lo mejor es que suceda alguna noche de otoño no muy fría, porque en ese caso será más fácil recordar para siempre su brillo blanco de perla y de luna, diminuta y dulce. Será una mordida lenta, acaso desconfiada, un estallido leve que derrama en la lengua un gusto inesperado y desconocido que el paladar se esfuerza al máximo por retener y descifrar.
Acá se llama pisingallo, como si la planta y sus frutas también se escondieran en el nombre de esos granos anaranjados y amarillos que los pollos comían cuando eran pollos. En otros lugares es más conocida como Huevo de gallo, una imagen que tampoco ayuda mucho, “uvita de campo” parece más atinado, pero la derivación y dependencia que implica no hace nada de justicia a la experiencia singular de su sabor en el cuerpo, ni a su forma, ni a su modo de estar y existir. En alguna lengua inglesa existe la fórmula: Lirio del valle pampeano, que hasta parece darle un giro aristocratizante que tampoco viene al caso. También tiene un nombre científico, pronunciarlo de corrido es tan difícil como acceder a los encantos que designa, Salpichroa origanifolia.
Entre los yuyos, entre las plantas, camuflada en cualquier enredadera o a simple vista, están. Hay que saber verlas. Hay que agarrar las hojas, los enredados tallos frescos, levantarlos con cuidado, inclinar la cabeza, mirar y tocar suavemente hasta encontrar esas pelotitas gordas y alargadas como gotas blancas que no quieren caer, cortarlas sin fuerza y apilarlas en el cuenco de la mano, olerlas y apretarlas apenas con los dedos antes de comerlas una tras otra. Acá se le dice pisingallo, pero muchxs sabemos que es otra cosa, tan extraña y deliciosa que casi ni nombre tiene.
Síii, la comía de niña, cuando jugábamos a las escondidas, siempre aparecían entre los yuyos, dulces riquísimos, le decíamos huevitos.
Me gustaría tener esas enredaderas en mi casa pero no las conozco