Parece que se calmaron o se cansaron, no se los ve, pero capaz sea una trampa. Cuando tuvieron su momento de gloria estaban casi risueños, gozando, daban asco. Ahora se mueren de resentimiento, los ciega, solo por eso siguen ahí.
Los camiones con altavoces pasan a cada rato, nadie los escucha, como si no existieran o fueran un zumbido, una molestia más. Los que pudieron se fueron de entrada, algunos hasta alcanzaron a llevarse sus cosas, fue muy rápido todo. Ahora dicen que ya no se puede, que cortaron las rutas, andá a saber.
Justo un mes antes, yo estrenaba mi departamento, tomábamos cerveza en el balcón y un amigo decía que las grandes ciudades colapsan en tres días si se corta la luz, otro decía que eso era en el primer mundo, que no éramos una ciudad grande y que habíamos aguantado cosas peores. Todos los días me acuerdo de esa charla, en su momento fue casi aburrida, como cansada, pero me sirvió mucho. A veces también me pregunto qué habrá sido de ellos. La luz cada tanto vuelve, también el agua, pero cada vez menos.
Los saqueos empezaron a los tres días, los supermercados y las ferreterías. Cuando llegó el ejército, tal como imaginaba, lo primero que aseguraron fueron las armerías, las vaciaron en una noche, extrañamente a nadie se le había ocurrido eso, sino sería bastante peor, qué se yo, la verdad es que cuesta pensar ese tipo de cosas. Pero bueno, las peleas con palos o cuchillo son mucho más vistosas y entretenidas, por un rato, claro, después ya cansan, como todo.
En los supermercados grandes donde queda algo, el ejército organiza los vaciamientos, se puede entrar por turno y con dos bolsas, solo una vez al día, las colas son interminables, no sé cómo hacen pero esos controles funcionan. Nadie duda mucho en meterte un tiro, supongo que eso ayuda.
Con lo que sacaron de las ferreterías, los que tenían patio de tierra hicieron sus pozos y tuvieron enseguida un alivio grande, pero les duró poco y nada. La mierda empezó a brotar de la tierra, como antes de las bocacalles, las cloacas y los inodoros.
Por un buen tiempo se dijo que la ciudad no daba abasto para tanto edificio, que la infraestructura y qué se yo cuánto. Capaz de tanto repetirlo dejó de tomarse en serio, mientras los edificios se siguieron construyendo. Éste, sin ir más lejos, por suerte es bastante nuevo. Las puertas son seguras y nos turnamos para cuidar la entrada. Tenemos tantos fierros que nadie se anima. Todos los días agradezco esa charla en el balcón, me pregunto si habrá sido casualidad o no, ese día les dije que lo primero que había hacer era robar muchas armas y muchas balas, ojalá se hayan acordado. Acá soy el vecino más querido.
Aunque no lo hubiera creído, el olor es lo de menos, uno se acostumbra enseguida. Cada tanto pienso un segundo si soy yo el que está haciendo esto, pero como todo el mundo, sé que ya no soy el que era. A veces parece una pesadilla, pero también hay momentos en que uno se siente vivo como nunca antes, como si todo fuera por fin más auténtico, más verdadero. Además, lo que afuera es guerra, adentro es hermandad. Este, por ejemplo, es un momento lindo, hace varios días que a los de abajo se les terminaron las balas, solo tiran piedras con boleadoras, a los pisos más altos casi nunca llegan. Ahora están callados o se cansaron, en cambio nosotros, agazapados y atentos, cada uno en su ventana, esperamos ansiosos la señal, esa frase que empezó como chiste y ahora es estandarte. Faltan solo dos minutos para que el conserje, desde la terraza, lance su furioso grito. Los baldes en las manos traen un fugaz recuerdo de carnaval.