Nunca nadie de los que tienen la manija se le plantó en la cara. Sólo lo enfrentaron el pueblo y su memoria. En política fue cobarde, criminal y farsante. Hoy, ante su forma de cadáver, es imposible evitar la certeza de que el tipo se salió con la suya.
Ya decrépito, murió el último dirigente conservador del siglo XIX. Por sus gestos y sus decisiones, su estampa se superpone con la de aquellos terratenientes; en sus silencios supo compartir no una antigua sabiduría reflexiva ni el telúrico extravío en la llanura, sino ese desprecio ancestral por nosotros, la peonada.
Además de por sus muertos, será recordado por unas pocas frases. Sobresalen “Vi algo que no me gustó”, “Yo no sabía, a mí nadie me avisó”, “Yo soy peronista, no kirchnerista”. Con la primera se reveló cobarde, con la segunda criminal, con la tercera farsante.
De las figuras políticas democráticas se espera todo lo contrario al silencio. Pero él no hablaba. Apenas si se exponía ante algunos olfas. Fue uno de los senadores que menos uso de la voz hizo en el recinto: intervino menos de 20 veces en 18 años. También fue uno de los que menos asistió o presentó proyectos. La mayor parte de su trabajo en realidad lo hizo su par Roxana Latorre. Su momento estelar en la Cámara Alta fue en 2008, cuando tartamudeó la lectura de un discurso de carilla y media en el cual expresó su oposición a las retenciones móviles a las exportaciones de granos.
Antes, le votó todo al kirchnerismo. En 2004 acompañó la derogación de la flexibilización laboral de los 90 y el nombramiento de Carmen Argibay en la Corte Suprema. En 2005 apoyó el pago al FMI con reservas; en 2006 apoyó la institución del 24 de marzo como Día de la Memoria, la Verdad y la Justicia, votó por la Ley de Educación Sexual y por la modificación de la composición de la Corte Suprema; en 2007 apoyó el repudio a Estados Unidos por no haber dado lugar a la extradición de Antonini Wilson a la Argentina y votó en contra de la citación del Jefe de Gabinete para que informe sobre “el ingreso al país de valijas con plata”. Incluso en 2008 estuvo a favor de la estatización de Aerolíneas Argentinas y de las AFJP. No estamos salvando su figura, estamos mostrando qué era capaz de hacer por apego al conchabo.
Después, en 2009 votó en contra de la Ley de Medios y de la reapertura del canje de deuda; en 2010 en contra el Fondo de Desendeudamiento y del Matrimonio Igualitario y a favor del Servicio Cívico Voluntario y del imposible 82% móvil; en 2011, en contra de la declaración de interés público la fabricación, comercialización y distribución de pasta celulosa y papel para diarios (el debate por Papel Prensa); en 2014 en contra de Argentina Digital, la nueva Ley de Telecomunicaciones; en 2015 en contra de la Agencia Federal de Investigaciones y de la Agencia Nacional de Participaciones en Empresas Estatales. A Macri le votó todo a favor y, cuando el kirchnerismo logró empujar algo hacia el Senado, como el congelamiento de tarifas, lo votó en contra. Siempre se opuso al aborto, siempre votó a favor de la oligarquía rural, siempre estuvo del lado de Clarín.
Carlos Alberto Reutemann se presentaba como un anacronismo viviente, como un hombre anterior a la radiofonía, acaso. Tal como lo hacían los antiguos líderes conservadores, él no hablaba al público porque su autoridad no era digna de ser puesta en juego ante la opinión general, de la plebe, porque justamente no emanaba de ahí, sino del exterior de ese espacio. Nacido de las entrañas del mundo del espectáculo –su único capital eran sus carreras de la Fórmula 1–, para Reutemann el silencio era una forma de mostrarse afuera de la discusión, porque estaba por encima de esas menudencias.
La democracia en Argentina es cosa de criollos.
Desde esa posición –tal vez gracias a ella– Carlos Alberto Reutemann supo ser el centro de la vida política de la provincia desde 1991 hasta el triunfo del socialismo en 2007. Su llegada a la Casa Gris es inseparable de la Ley de Lemas y de la ola de figurines del jet set que impulsó el menemismo hacia la política. Después de 2007, siguió siendo una principal figura del peronismo hasta que, en 2015 y por primera vez en su trayectoria, otro peronista, Omar Perotti, sacó más votos que él. Sí: Reutemann siguió siendo una de las principales figuras del peronismo santafesino, aún después de saltar al PRO.
Tuvo como padrino y ladero fiel a Juan Carlos Mercier. El titular de la cartera económica provincial a fines de la dictadura fue su ministro polifunción en sus dos gobiernos y después lo acompañó en las campañas macristas en favor de Miguel Torres del Sel, su avatar segunda selección.
Fue el responsable directo de las masacres más atroces de la historia de la provincia y vivió, hasta hoy, apañado por el tácito acuerdo y cobijo de todo el arco político partidario mayoritario, de punta a punta, el beneplácito de la Justicia y la viscosa obsecuencia de buena parte del periodismo, porque fue la expresión más dura y cabal del poder santafesino. En todos hubo temor y reverencia, no faltó la admiración.
Muchos hoy recordamos a Claudio Pocho Lepratti y los asesinatos de diciembre de 2001, la inundación de Santa Fe que mató 158 personas y arruinó a otras 130 mil, las privatizaciones de los 90 y el ajuste continuo de la provincia, que remató con la aplicación local del recorte del 13% a los salarios y jubilaciones, para ir a lo más grueso. No van a faltar quienes busquen amparo en la excusa de no hablar mal del muerto, quienes hablen de moderación, quienes busquen excusas. Y muchos van a celebrar al galán gringo de ojos claros y sonrisa amplia, ese que llamaban el Lole.
Lo cierto es que nunca nadie de los que tienen la manija se le plantó en la cara. Sólo lo enfrentaron el pueblo y su memoria. En sus últimos años, Reutemann terminó cómodamente encerrado en sus ámbitos coquetos porque sabía que había perdido toda posibilidad de caminar tranquilo por la calle frente al riesgo de cruzarse con la furia de un inundado. Putearlo fue siempre la única e inútil forma de intentar una reparación que nunca siquiera tuvo comienzo en la Justicia. Hoy, ante su forma de cadáver, es imposible evitar la amarga certeza de que el tipo se salió con la suya.
Las circunstancias últimas de su biografía personal, sus padecimientos y su muerte nos resultan irrelevantes.