No era de este mundo la monja Baba Yaga. Contrastaba con la presencia de las otras monjas del Jardín, que vestían todas de gris. Ella vestía de negro, era renga y usaba zapatos ortopédicos para nivelar el pie; los pisaba fuerte, yo creo que a propósito. Y era la dueña del jardín.
Los jardines que yo conocía eran dos: el de mis abuelos paternos, con huerta y repleto de rosales, y el jardín de unos amigos, desbordado de helechos y con el olor de los pollos en el corral de atrás. El jardín verdadero de la escuela, con parras prendidas de los arcos de las glorietas y bancos de piedra debajo, para sentarse, era limpio, ordenado, como salido de una estampa bíblica. ¿Jugarían ahí las monjas? ¿Qué harían en esos jardines, con tanto lugar para ellas solas?
Las monjas nunca andaban por ahí, contentas del sol. Se cruzaban al Jardín de Infantes para hacer unas apariciones repentinas donde les volaba una capa que era el hábito de la monja renga, alrededor de su cuerpo pequeño. Yo la veía volar por la galería de nuestro jardín con su capa y sus coturnos negros, como una erinia agarrada a las baldosas. La monja venía, y era el terror: tener todo limpio, impecable, la ronda prefecta, los moños atados, la bandera alta, las canciones aprendidas, las manos lavadas, todo un mundo superficial sostenido, para mostrar que el trabajo de la moral estaba hecho, intacta la idea fuerza fundacional del colegio de hermanas esclavas. La monja nos saludaba, nos miraba, uno por uno. Le cantábamos algo que habíamos aprendido para su visita, y se iba.
La verdadera escuela empezaba en primer grado, en el edificio encogido y húmedo de enfrente, puesto detrás de la línea de alzada como un murciélago colgando al revés. A veces cruzábamos la calle para ir a la escuela, a la capilla, a rezar, sólo para las misas en honor de las fechas patrias.
Mientras tanto, la señorita María Antonia podía transformar los espacios, tenía una voz habitante y la boca pintada de color rojo. Su pelo era rojo. Con ella hacíamos las acciones del día subidos en una ola de energía vital y colectiva: dibujar, dormir con las cabezas sobre las manos y las manos sobre las mesas redondas, comer en ronda en la merienda. Las acciones de comer eran colectivas y cristianas, es cierto: ronda en el patio, todos de pie; ella pasaba por el centro y cada uno de nosotros ponía su merienda allí. Ella agitaba esa bolsa y volvía a pasar, y cada uno salvaba lo que podía, un puñado por niño.
Una vez sola vez salimos al jardín del colegio a correr y festejar. Habíamos pasado a primer grado y a mí me cambiaban a una escuela pública a la vuelta de casa. Todas las familias estaban recibiendo las libretas y los regalos de despedida de año. Era verano, la humedad chorreaba. Yo corrí frenéticamente por todos los rincones del jardín sabiendo que era una despedida, oliendo todas las flores y envidiando un ramillete de Santa Rita fucsia que caía como una peluca hasta el piso y no dejaba ver la armazón de la glorieta. Yo estaba por treparme para cortar el ramillete más alto y escuché la voz de la señorita María Antonia que nos llamaba con la canción de los saludos. Pero no quise irme sin mi souvenir y subí. Corté el ramo. Ya en el piso, la monja Baba Yaga, la de los tacones, la renga, se me había aparecido. Parada enfrente mío, me dijo:
—Trepando a cortar flores, y despeinada.
No sé de dónde saqué fuerza. Le tiré el ramillete, que rebotó en la pollera gris tormenta, y corrí. Nunca miré para atrás. Me integré al grupo de la señorita María Antonia, la besé muy fuerte antes de irme y después me abracé a mi mamá, que me esperaba con un helado. Nunca más volví a entrar a ese colegio, pero nunca olvido ese jardín.