No por crecer somos viejos; nos hacemos viejos cuando los jóvenes se transforman en otredad y empiezan a molestarnos. En busca de explicar qué es un centennial, Belén Degrossi ensaya algunas respuestas.
La irreverencia es, casi por definición, una de las características que constituye y amalgama siempre a les jóvenes. Quienes en sus lozanos años de vida aún no han cometido los errores suficientes como para entender que nunca hay que andar con la pera demasiado en alto si no querés darte unos buenos golpes contra el suelo pueden permitirse la magia de creerse por encima de todo, incluso de las discusiones que nos proponemos como sociedad.
Todo esto es para decir que los centennials me tienen las gónadas por el suelo con su actitud de eternos ganadores de discusiones.
Quizás una siempre mira hacia atrás y se siente al menos un 14% superior a las nuevas generaciones. Así como la irreverencia es una cualidad necesaria de quien está en sus años formativos, la nostalgia es lo que nos permite a quienes ya nos sentimos un poco viejos patinar nuestras vivencias con el color ocre de la grandeza. Nunca nada es tan maravilloso, tan enorme, tan brillante, tan excitante como lo fue en nuestra juventud. Y esto viene de alguien a quien todavía no le llegó el turno de vacunación, pero que por estos días no puede irse a dormir sin antes no calienta la cama con el caloventor al menos por diez minutos. Es decir, no por crecer somos viejos. Nos hacemos viejos cuando los jóvenes se transforman en otredad y comienzan a molestarnos. Y a mí, como ya he dicho antes, me molestan sobremanera.
Para empezar, intentaré contarles a ustedes, a quienes considero mis lectores cautivos, presos de esta eterna charla TedX que jamás llega a una conclusión firme, qué es un centennial. Quizás la palabra se filtró en alguna conversación con un conocido que estudia marketing o que se cree community manager por hablar de engagement, call to action y branding. Que, ya sabemos, si hay algo que disfruta el ser humano es poner palabras en inglés en cualquier conversación y a cuento de nada para sentirse superior a quienes lo rodean. Un centennial es una persona, aunque mi investigación preliminar puede haber arrojado algunos datos que contradecían esta primera hipótesis. De hecho, es difícil diferenciar a un centennial de una inteligencia artificial más o menos compleja. No ayuda que todos los que tienen cierto grado de influencia en redes sociales (su habitus por excelencia) parecen cortados con una misma tijera y/o herramienta de Photoshop. Viven, aparentemente, bajo el vibrar sincrónico de un filtro de Instagram que los transforma a todos en un mix entre rugbiers que te molerían a palos a la salida de un boliche, modelo de ropa H&M e ingresantes de la carrera de gestión de empresas.
Sé lo que van a decir. Toda generación, sin excepción, ha compartido ciertos criterios estéticos que siempre termina por homogeneizar a las masas. Más de una vez me sucedió en mis años pueriles que se me confundiera con alguna que otra piba con flequillo proto-flogger que aguardaba el remise a la salida de la ya fallecida sede del boliche Ruinas, en la Recoleta. Y digo proto-flogger porque nunca llegué a tener flequillo flogger pues mi pelo es fino y débil como un peso en plena corrida devaluatoria. Yo no podía tener flequillo flogger y por tal motivo jamás se me incluyó entre las grandes personalidades de esta ciudad que, en algún momento, hace más de una década, llegó a tener una cuenta golden y cientos de seguidores. Pero de mis frustraciones adolescentes hablaré en otra ocasión. O en terapia, mejor.
La cuestión es que estos pibes, los centennials, se ven todos iguales. Hablan todos igual, con ese discurso que mezcla categorías de coaching, marketing, algo del plano empresarial y una dicción pobre. No abren la boca para hablar. Sus reels de Instagram y TikTok elaborados se deslucen en cuanto ellos aparecen en cámara, siempre con esa cara de que recién se despertaron de la siesta. No sé por qué los algoritmos me los arrojan siempre en la jeta mientras yo intento mirar videos de plantitas e islas del Mediterráneo que jamás conoceré. Pero ahí están, enseñando el método Pomodoro, citando hasta el hartazgo esas cuatro páginas de “Padre Rico, Padre Pobre” que leyeron, creyendo que descubrieron la pólvora. Jamás nada me interpeló tanto como un reel de 15 segundos hecho por uno de estos Ken de plástico que se titulaba “Documentales que todo futuro millonario tiene que ver”. Porque, sabemos, se llega a ser millonario usando camisas Macowens celestes y mirando documentales. Obvio.
Puede que les guarde cierto resentimiento. No niego que su desfachatez y la manera en la que eligen deliberadamente exponerse en las redes sociales, constantemente, no me genere cierta envidia. Quien pudiera tener (o volver a tener, también) la irreverencia que teníamos antes de perder nuestra primera discusión en alguna asamblea de la facultad. Ah, esos años de emoción, confianza y amor propio. Estos individuos se plantan ahora desde una plataforma digital a contarnos que nosotros no entendimos a Gramsci y se sienten liderados por un señor que tiene como nombre artístico “Tipito Enojado”. A su favor diré que es un mejor nombre que algunos de los alias que usábamos en las épocas floggers. Superior estéticamente a, por ejemplo, “Ch0c0late con OzitohZ”.
Ya sé, no todos los centennials son así. Sólo los libertarios y aquellos que creen que por haber visto dos entrevistas de Steve Jobs están condenados a ser los próximos Galperines de este país. Pero yo no puedo dejar de sentir cierta desconfianza en una generación que nació cuando ya no se emitía en nuestros televisores el entrañable Dibu con su inolvidable “Mi Familia es un Dibujo”. Por el contrario, son criaturas que no conocen la vida sin internet. No saben lo frustrante que podía ser tener una duda y no contar con Google para que la subsane. Si por algún motivo de pronto te olvidabas cómo moría George Clooney en ER Emergencias, no tenías más remedio que quedarte con la duda hasta que Telefe volviera a emitir ese capítulo y podías pasar años cargando con esa incógnita.
Poco saben los centennials de la vida analógica. Y por algún extraño motivo se obsesionan con cosas que una creería al punto de la extinción, como el mate y Patricia Bullrich. La cantidad de videos en los que intentan explicarnos cómo se prepara un mate perfecto, con qué tipo de yerba y termo, calculando el ángulo de la bombilla y dedicándole horas enteras a un rito más viejo que el tiempo, me subyuga. Creen que lo han inventado. Creen que lo han perfeccionado. Se creen por encima del resto, pero se dejan influenciar por Milei. Es, realmente, una cosa de no creer.
No podemos esperar más de ellos, y lo entiendo. Crecieron en la bonanza de los años post-crisis del 2001, bajo la influencia directa del polimodal, con acceso irrestricto a internet sin tener que pisar un ciber hediondo y en el momento en que Cris Morena pegaba el salto hacia las drogas blandas. El resultado final está a la vista: una generación que pretende interpelarnos por derecha, como si acaso pudiera existir algo rebelde entre las líneas de Agustín Laje o Maslatón. Sorprende verlos siempre, a estos referentes, rodeados en convenciones y cenas y charlar con niñes que podrían ser sus hijos o sus nietos. Me genera, como dirían los jóvenes en cuestión, un cringe que me impide siquiera elaborar más este concepto.
Los centennials son entonces todos aquellos que nacieron hacia fines de los 90 y en la primera década de los 2000. Algunos, dentro de poco, votarán. Otros, sin ir más lejos, serán candidatos. Yo confío en que el devenir histórico de este país los pondrá en perspectiva y en su lugar. Aquellos que comienzan a adentrarse en el mercado laboral deberían saber que siempre y sin distinción generacional existe una herramienta invencible que acaba con los sueños, las expectativas, la irreverencia: el viejo y conocido monotributo.
Y ahí, en ese mundo de flexibilización, apenas si nos alcanza el día para leer dos líneas de lo que tiene para decirnos Maslatón.