La caída en desgracia de Rial, Tinelli y Lanata: tres íconos de los 90, olvidados por sus propios televidentes y sin la posibilidad de interpelar a las nuevas generaciones.
Allá por la década del 90, cuando todo era menemismo y confusión, el chiche predilecto de les niñes que no podíamos acceder a un viaje a Disneyland (también conocida como la capital mundial del consumismo y la falopa infantil) era una sustancia conocida como el “asquimoco”. Quizás su nombre ya les ayude a reconocer de qué tipo de juguete estamos hablando: un polímero de sustancias dudosas que venía en un tarrito parecido al que te dan para hacerte el análisis de orina, y que tenía como único atractivo su consistencia pegajosa y horrenda. Mientras más feo, más deseable. Todos apuntábamos a tener un asquimoco, y a jugar a pegarlo en las distintas superficies de la casa para probar su única y desagradable gracia, hasta que el asquimoco se transformara en una bola de pelos, pelusa y pedazos de masitas (o galletitas) Pitusas que ya no pudiera adherirse a nada.
Mi hermana y yo lo teníamos en sus dos versiones: el común, viejo y querido, que te dejaba un olor a plástico barato en las manos que te tumbaba a dormir una siesta de al menos cuatro horas, y el tirapedos. Les pido que no los confundan: el tirapedos tenía dos gracias, la del asquimoco regular y la de producir (si se lo tocaba bien) el sonido de un pedo cachetudo, de esos indiscretos, que pueden arruinarte un viaje en ascensor, una reunión de trabajo e incluso un matrimonio (si la base del vínculo no estaba consolidada del todo). El tirapedos, además, venía en un mini inodoro de plástico, y su característico sonido se lograba introduciendo dos dedos (el índice y el dedo medio) con la adecuada presión dentro de la masa. Horas enteras de nuestra niñez fueron dedicadas a perfeccionar la técnica, hasta lograr el sonido flatulento más creíble de todos, para después poder hacer uso del adminículo en lugares públicos y generar así todo tipo de circunstancias hilarantes.
En fin, este viaje nostálgico a los 90 viene de la mano del tema que nos compete: la decadencia de todo, de un asquimoco a Marcelo Tinelli, cuando se lo somete al paso del tiempo. Ahora los niños que han sido criados a TikTok y leches fortalecidas en vitaminas creen que inventaron todo cuando juegan con el Slime, sin saber que todavía yace (inerte y sin sentido) en el vértice oeste del techo del cuarto de mi niñez el viejo asquimoco que un día llegó ahí en medio de una batalla entre hermanas y que nunca nos atrevimos a bajar. Nos mira, desde hace dos décadas, jugar con nuestros chiches nuevos, crecer, desarrollarnos y meternos en el monotributo, y espera a que el tiempo le devuelva su relevancia. No sabe, el asquimoco, que ahora no es más que una goma sucia y sin gracia que apenas si puede servir para nivelar una mesa.
Aquí yace el quid de la metáfora complejísima que les quiero transmitir: todo nos importa, incluso las cosas horrendas, hasta que ya no nos importa más.
Cada vez que veo a Tinelli, pienso en mi asquimoco. A mí no me gusta que a la gente le vaya mal. No soy de esas. Pero tampoco me disgusta cuando figuras que yo considero vetustas empiezan a desintegrarse en vivo y en directo por televisión de aire. Y Marcelo Hugo, con todo su ecosistema de personitas que sólo existen en Ideas del Sur y que viven para reírse de sus bromas, me parece viejo y sin sentido desde hace ya varios años.
Qué poder el del hombre heterosexual que creyéndose rey del mundo no entiende que también, más tarde o más temprano, el mundo cambia y deja de creerte rey. Encuentro ahora más dignas las opciones de Susana o Mirtha, que alegando cuestiones pandémicas se retiraron de una televisión que está muriendo de a poco para dedicarse a cultivar rosas y mirar novelas turcas. Y qué placer culposo el de las novelas turcas. Todos las miramos, pero no nos atrevemos a decir que lo hacemos. Creo que nos daría menos vergüenza reconocer que miramos pornografía que decir a viva voz que nos hemos enganchado con la trama del Doctor Milagro y sus cirugías imposibles. Confieso que cada vez le dedico más minutos de mi día a meterme en ese mundo en el que pueden separar, volver a unir y volver a separar a un par de siamesas en un único capítulo. Ese mundo lleno de fantasía soft me interpela y me reconstruye. Incluso cuando lo más fantasioso de ese tipo de novelas es que nunca, en ningún contexto, hay problemas con las obras sociales. Llegan los pacientes al hospital y se internan como si nada. Jamás te incluyen un protagonista que tenga problemas con las autorizaciones o que se haya olvidado de las dos órdenes de internación. Eso, a mi entender, es lo menos creíble. Pero poco entiendo de medicina como para juzgar.
Para quienes no lo saben, este año se perfila como el año en donde la televisión argentina (y sus televidentes) coronan como campeón del Rating a un programa que nos tuvo seis meses mirando cómo Georgina Barbarrosa aprendía a hacer un bife a la portuguesa para homenajear a su madre muerta. Lo vi entero, lo disfruté y siento que si mis próximas vacaciones no son con Damián Betular mi vida no va a tener sentido y todo lo que hice para sobrevivir a esta pandemia fue en vano. Durante mucho tiempo, nuestras vidas cotidianas se movían al ritmo frenético de un minuto a minuto que no nos beneficiaba pero que nos necesitaba. Y Tinelli era el rey del minuto a minuto. No había forma de escaparnos de él. Incluso si no lo mirabas, se colaba en todas las conversaciones, los debates de oficina, las charlas pasajeras en la cola del supermercado. Ahora no sólo que no domina el rating: Marcelo ha perdido también la centralidad de la charla. Pero no es el único que se está quedando afuera de una televisión que apenas sabe hacia dónde está yendo.
Jorge Rial y Jorge Lanata podrían completar junto con el muchacho de Bolívar lo que yo denominaría el pack de esenciales de las últimas dos décadas de la televisión. Fue el propio Lanata quien acuñó la expresión “los dueños de todas tus horas libres” para hablar del grupo Clarín, y a mí siempre me resuena esa frase porque sintetiza no sólo a los dueños de los medios sino también a los tipos que son voz y rostro de esos magnates.
Lanata y Rial corren con la misma suerte que Marcelo: olvidados por sus propios televidentes, sin posibilidad de interpelar a las nuevas generaciones, ni siquiera haciendo uso de los discursos exacerbados (por izquierda y por derecha) que llaman la atención de los muchachos de la generación de Twitch, agonizan en vivo y en directo perdiendo rating, ideas y auspiciantes.
Ver ahora el programa de Tinelli es como estar viendo a esos compañeros que nunca pudieron salir de la secundaria, y que viven contando las glorias del viaje a Bariloche como si acaso ahora fueran relevantes. Peor que la juventud boba y sin sentido, es la juventud impostada. Marcelo, con sus trajes al estilo Dybala y sus historias de Instagram que no entretienen a nadie, se pavonea por el centro de la pista de la edición número 234 del Bailando por un Sueño mientras que de fondo el fantasma incorpóreo de Larry de Clay emite esos sonidos que en algún momento fueran una suerte de risa pero que ahora se parecen más al llanto de un delfín abandonado por su esposa. Y repite los chistes, Marcelo. Y usa palabras de millenials, el cabezón. Y le hace alguna chicana al productor de turno. Y van todos a la misma barbería y usan zapatillas de lona con jean ajustado, suéter negro y anteojos de hipster, como si eso los transformara inmediatamente en Steve Jobs. Me apena que Marcelo no tenga un amigo, un productor, una compañera que le tome la muñeca antes de que él grite “Buenas noches América” a una platea vacía y con cariño, con paciencia, con ternura le diga… “hasta acá llegamos, Cabeza. No hay nada más para hacer”.
Verlo es ver a ese tío borracho que canta “Los Piratas” en el casamiento de tu prima haciéndose el latin lover, agitando una maraca de choclo y esbozando escenas cargadas de homofobia para hacer reír a sus hermanos, mientras que todos sabemos que una vez pasado el efecto del alcohol volverá a tener la misma gracia que el asquimoco que espera en el techo de mi pieza a que el tiempo, la suerte o la mano de quien limpia termine con la tortura infinita de la irrelevancia.