¿Qué es el amor si no la constante posibilidad de que las cosas salgan excelentemente bien o relativamente mal? Un puñado de reflexiones sobre las relaciones sub-35 a la luz del romance Messi-Antonella.
Recuerdo siempre un tuit que se viralizó hace un par de años que decía algo así como “No sé chamuyar, así que te voy a preguntar qué comiste y qué tal tu día y esperar que así te enamores de mi”. Su popularidad, marcada en retuits y likes, me hundió en un estado de profunda introspección. ¿Tan bajo habían caído las pretensiones de lo que es ser un buen ser humano, que nos estábamos cortejando de esta manera? Similares sentimientos me invadieron al ver la popularísima fotografía que circuló por estos días de Lionel Messi y Antonella Roccuzzo. En la misma, se ve cómo Antonella le extiende a su esposo un papel (quizás una carilina, probablemente su contrato prenupcial) para que se sople los mocos mientras llora a lágrima viva frente a las cámaras de la prensa internacional. Lionel se despide con tristeza del Barcelona y Antonella lo acompaña. “Quedate con la que te conozca tanto como Antonella a Messi”, reza el meme de la foto. De nuevo, realmente, la vara está muy baja. Todos y todas podemos acercarle, incluso al más completo desconocido, un papel para que se limpie las velas. Si el amor es eso (y sólo eso) imposible no vivir enamorades.
No pretendo aportar desde aquí una teoría firme, segura, profundamente trabajada y deconstruida de lo que debe o no debe ser el romance del siglo XXI porque, ¿adivinen qué? Me da pereza. Me aburre. Esa constante sutileza con la que nos perseguimos con varas invisibles, midiéndonos lo deconstruido, lo renovado, lo progresista, lo amoroso, lo vincular, lo sexual y lo afectivo me aburre sobre manera. Me aburre tanto como la vida de Messi y Antonella, que parecen encerrados adentro de una propaganda de Pantene desde hace años. Ellos están bien, aparentemente. Como todos los famosos a quienes les conocemos la vida por Instagram, con la reciente excepción del desmejorado Mariano Martínez. No, Lionel y Antonella son felices aparentemente en esa vida de tonos pasteles neutros y viviendo en su núcleo familiar de perros enormes e hijos iguales a Lionel. Los banco, les tengo aprecio. Pero me molesta que, en esta vida de pobres ilusiones y minúsculas expectativas, nos parezca que con un poquito de empatía alcanza y sobra para que una pareja salga a flote.
Atribuyo esa tendencia a una cuestión que no es menor: han desaparecido, de a poco y sin miras de regresar en el corto plazo, las viejas y queridas telenovelas juveniles que nos formateaban los vínculos, las cabezas, el lenguaje y los estilos. Poco y nada se encuentra ahora en la televisión (de aire, de cable, on demand) que apele a construir el discurso amoroso de las nuevas generaciones, que no esté basado en la hiper sexualización o la chabacanería. No está mal que las nuevas generaciones nos desliguemos de las nociones que invitaron a nuestros abuelos a casarse sin haberse siquiera conocido aún los olores. Sin embargo, el discurso amoroso del desapego que ahora nos cobija me parece igual de estúpido.
En criollo, estamos haciendo tan mal las cosas que el simple gesto de alguien entregándole un pañuelo a un segundo ser humano parece cargado de un simbolismo apabullante. El problema es que en esta sobreactuación de lo romántico (así, dicho a los tirones) le estamos legando la construcción del discurso amoroso al yerno de Montaner que, como ya sabemos, guarda en un frasco las uñas que su esposa se corta y escribe canciones en las que rima “Tu tu, nadie como tu tu, no hay un sustitutu”. Y no, eso no es un error de tipeo. Es el lenguaje inclusivo que aparentemente ha creado el clan Montaner y que no parece molestar del todo a la RAE y a los Fernandos Iglesias de la vida. Cada quien con sus batallas.
Volviendo al amor (que bien podría ser el nombre de una de esas viejas novelas de Romay que ya no se hacen), la sobreactuación lleva siempre a un segundo fenómeno igual de nocivo: la sobreestimación. Todo el tiempo, vía likes y reacciones a stories de gente a la que tampoco le conocemos el olor, pero sí cada rincón de su casa que elije mostrarnos, estamos enviándonos mensajes. Bobos, inconsistentes, que se prestan al ridículo. Entonaba el Paz Martínez en esas viejas estrofas que le escribió a la traición: “Si me quieres matar, hubieras elegido otra manera / Una manera limpia y elegante / Al menos, algo que no cause pena”. Así me siento con respecto a las nuevas formas de flirteo de las que no apropiamos para sentirnos al menos dueños de algo (viendo que, como ya expuse con anterioridad en otras columnas, no será nuestra generación la que logre llegar a la casa propia). La sola idea de que un emoji de un fuego encendido enviado a las tres de la mañana en un estado de semi-ebriedad pueda siquiera significar que ahí, en el rincón del emisor, se está pensando en el o la receptora del mensaje de manera libidinosa, me entristece. Aparentemente, entre la flexibilización laboral y las campañas para liberar a Britney Spears del yugo de su padre, no nos queda tiempo para crear nuevos sistemas de signos y significantes que sean un poco más complejos.
A mí me encanta el romance. ¿Para qué voy a mentir? No me juzguen. O sí, que sé yo, me lo merezco. Y, además, jamás me enteraré. Puesto que yo escribo y ustedes leen, pero este no es un vínculo de ida y vuelta sino más bien uno de ida. Ese que, aparentemente, muchos quieren tener en sus vidas sexoafectivas. Uso la palabra “sexoafectiva” y ya se me rompe el pequeño Sandro que vive adentro mío y que debe ser regado una vez al día con una copita de tinto y un par de versos de bolero, como si fuera un Sea Monkey de la ternura, una suculenta de la pasión, un tamagotchi del apego.
Visto lo visto, el Gitano no murió para que ahora nosotros flasheemos que por escribirnos en Tinder dos frases hechas, dignas de la Coneja China, del estilo “si no te parte un rayo te parto yo”, ya estamos en condiciones de exigir que se nos dispensen ciertos goces amorosos. Pero lo más preocupante es que nuestra generación (llamémosle, los sub-35) no conocen de levante y de fracaso. Nos protegen en una nube de nuevos aforismos que nos alejan siempre de nuestro peor temor: el de ser rechazados. El de perder ese juego que nos proponen nuestros círculos sociales. Tinder es el Super Mario de las relaciones interpersonales. Un catálogo de gente, así y como suena, en el que seleccionamos quien más nos gusta y le damos un viejo y querido like a la espera de agradar también. El tema es que sólo te enterás de lo que el otro opina de vos si también te da like. Jamás sabrás si no te respondió porque no le gustaste, o porque no te vio, o abandonó la aplicación antes de que llegaras a su vida digital. ¿Han jugado alguna vez a un videojuego? Nunca se pierde realmente, porque siempre se puede volver a empezar. Recuerdo que de chica incluso yo le daba al botón de “reintentar” antes de morirme, cuando ya veía que se me venía la negra en el nivel de turno. Esa lógica de huirle al fracaso nos persigue aún hoy, a todos lados. Y… ¿qué es el amor si no la constante probabilidad de que las cosas salgan excelentemente bien o relativamente mal?
Del “Te propongo” del Gitano al “No te quiero enamorar, pero…” de nuestros días parece que hubiera un siglo de distancia. Y no, no lo hay. Hay tan solo un par de décadas de adoctrinamiento afectivo, ese que nos ha enseñado a ser fríos y calculadores, a no ceder frente a la ternura, a no parecer unos pollerudos, unos dominados, unos intensos. No sabemos vivir en nuestros grises. Sí, sí te quiero enamorar. El problema es que no me la banco del todo.
Esa lucha de algoritmos y cálculos no deja lugar para lo inoportuno, lo inusual, lo furtivo, lo sorpresivo, lo inesperado. Nos parecemos más a una planilla de Excel que calcula ingresos y egresos afectivos que a cualquiera de los romances de los que hablaba Manuel Puig. Nos olvidamos que en otro lado, en otro ritmo, se está construyendo todo el tiempo otra cosa. Siempre, y a todo momento, se está fabricando en silencio esa birra que nos vamos a tomar el próximo verano con la persona a la que, quizás, le querramos dedicar ocho de las diez canciones de cualquier Top Ten.
Me gustaron algunas reflexiones que hiciste!
Tengo la sensación de que lo que pasa con leo y antonela es mas bien que se dio una construcción de gestitos empáticos que vimos todes en el ultimo tiempo que nos hacen tener esa sensación de que posta se quieren y cuidan mucho (mas allá de como sean puertas adentro).
A veces veo memes que muestran el gesto como un "me conformo con eso" pero que realmente es un "me gusta que me cuiden así". Creo que en la lista de prioridades de lo que te hace querer tener cerca a alguien como compañero lejos está de la prioridad si tiene o no pañuelitos cuando llorás (y con eso me refiero a todos esos gestitos en general), pero por ahí se los usa para mostrar una batería de cosas que sí nos importan y que no sabemos muy bien como decir (o si está bueno decir!)
Saludos acá de una que también te manijea el romanticismo full