A partir del 1 de octubre se agotan las excusas: la apertura de actividades post-pandemia nos devuelve al mundo de los compromisos sociales, las fiestas y el disfrute. Hasta ahí, todo bien. Pero, ¿a qué precio?
Vuelven los boliches. Se los comento porque yo me sorprendí. Creí que este iba a ser el momento en el que íbamos a reconocer que nadie realmente disfruta de ir al boliche, y que quizás la pandemia era una buena excusa para pensar en un sistema que no nos haga sentir a todes como unes fracasades.
Vuelve el boliche con sus temas de reggaeton que suenan todos iguales al calor de un parlante saturado. Vuelven los tragos que son 70% hielo y 30% bacterias. Vuelven los borrachos que creen que tocarte el pelo mientras vos vas de paso al baño con tus amigas es una excelente estrategia de seducción. Vuelven las charlas a los gritos. Vuelven las noches en las que perdés cinco lucas en dos taxis, seis tragos con gusto a nada y una hamburguesa de carribar babosa. Vuelven los boliches y se reactivan los romances fugaces. Vuelven el desengaño, el picor de entrepierna, Maluma y el Smirnoff. Vuelven los boliches y el momento de darnos cuenta de que quizás las restricciones no eran tan epidemiológicas como económicas. Vuelven los boliches y yo estoy vieja.
La salida de la pandemia se nos vino encima como esa ola fría marplatense que te roba los anteojos y el piluso. La veíamos allá a lo lejos, a dos vacunas de distancia, a la vida que queríamos. Y resulta que estaba allí todo el tiempo, agazapada, a la espera de que hiciéramos las cosas un poquito bien. Y que las elecciones salieran un poquito mal. No puedo reforzar este punto lo suficiente. La sociedad argentina toda nos dió un diagnóstico espectacular de su estado general en estas elecciones. Millones no salieron de su casa. Ni se calentaron en ir a votar. Otros eligieron votar a la gente que les promete sacarles las indemnizaciones. Una buena fracción fue disfrazada, montada, y con pedido de captura. El Covid se hizo presente no ya en forma simbólica si no expresamente, en la máscara confeccionada en papel maché de un jujeño que pensó que el acto electoral no era ya lo suficientemente importante y debía agregarle eso que el pueblo argentino lleva a todos lados: comparsa y kermés. Admito que cuando nos decían que íbamos a tener que aprender a convivir con el virus yo no me imaginaba que la convivencia iba a ser tan literal. Imagino a este hombre, y a los cientos que se han sentido interpelados por su paso de comedia, llevando esa máscara a sus primeras vacaciones. Al bautismo de una sobrina. A la cancha. A la feria. Y así, por años, hasta que el chiste se agote o se lo coma el personaje, como pasó con Paolo el rockero. La sola idea de ese individuo en su casa, juntando durante semanas los materiales para armar la máscara, me produce lo que yo llamo una tiernización del órgano palpitoso. ¿Le contó su plan a alguien? ¿Deslizó el dato entre sus vecinos, sus compañeros de trabajo? ¿Alguien osó decirle “no, mirá Mariano, no me parece, no podés figurar todo el tiempo”? El nivel de compromiso de ese hombre es el que necesitamos para la Argentina que se viene, esa que se presenta difusa, confusa, con un leve giro a los extremos y asediada por la derecha vieja con peinados nuevos.
Creo que la gente no está bien. Y no tiene por qué estarlo. Hemos vivido (y continuaremos viviendo) uno de los pasajes más extraños de nuestra historia como humanidad. La pandemia, el aislamiento, la crisis, la infinita conexión con nuestra mortalidad, la cantidad de alcohol en gel que nos metimos en sangre y el poco oxígeno que dejan pasar los barbijos generaron un combo fatal. Nuestras neuronas, mustias y sensibles, no pueden responder como antes. El mundo que nos devuelven nos puede parecer brillante y, a priori, nos entusiasma. Pero nosotros no somos los mismos. Propongo que el gobierno también se haga cargo de esto. Es un gran momento para que ingrese en nuestros televisores la eterna Luisa Delfino (quien desconozco si aún vive o no, pero que puede reemplazarse por un holograma codificado vía algoritmo). ¿Qué mejor que una señora amable, con las cosas claras, que atienda sin red y sin preproducción llamados telefónicos a las dos de la mañana por la televisión pública? Si no lo hacemos nosotros, lo harán los evangelistas. Pondría incluso un jurado que le dé a Luisa cierto soporte. Se me ocurren Betular, Lali Espósito y Mercedes Morán. Es la gente a la que depositaría sin dudar mi salud mental en sus manos. No vendría mal un plan gratuito y/o que te reintegre el 30% de lo que invertimos en terapia. Pero quizás estoy yendo muy lejos. Que un lindo porcentaje de la población termine este 2021 con la psiquis destruida no forma parte de ninguna agenda y eso está bien. Muy bien. De ahí provienen todos los productores de memes.
Debo admitir que no me entusiasma para nada esta primavera inmunizada que estamos viviendo. ¿Qué más volverá? No me digan ahora que no lograremos erradicar completamente las obligaciones sociales que nos aburren a todos, aunque nadie quiera admitirlo. Se acabaron las excusas. No te va a quedar otra que ir a la muestra de taekwondo de tu sobrina. Vas a tener que desembolsar una buena guita para llevar a tu ahijado a ver Transformers 12. Le calculo, aproximadamente, ocho lucas por cabeza. Eso si juntás algún cupón de descuento y te llevás el pororó hecho desde tu casa.
Vuelven los casamientos y los carnavales cariocas. Vuelve tu tío, en total estado de ebriedad, a sentirse libre en el pogo al ritmo de Los Piratas mientras se sube la corbata de vincha y se olvida de que ahora vos sos un hombre deconstruido que ya no se divierte con esas cosas. Vuelven los videos “graciosos” que tus primos les arman a los novios y que no hacen reír a nadie. Vuelven los viajes de egresados, en ese boom de excursiones con sobreprecio que empezás a pagar a los 18 y terminás de pagar dos décadas después. Vuelve la oficina, en todo su esplendor, con la consecuente cantidad de escenas cotidianas que ya olvidaste que existían. Dentro de unos meses, cuando tu compañero te cuente por vez dos mil que empezó calistenia y que se siente más alineado con su yo interior, vas a añorar las mañanas de home office y masa madre que otrora nos parecían una cárcel común. Vuelven las disputas por los mates sin lavar y la falta de papel higiénico. Vuelven las reuniones que podrían haber sido un mail. Vuelven las preguntas que podrían googlearse. Vuelve el “¿te quedás un ratito más, que quiero comentarte algo?”. Todos y todas volveremos a valorar el sentido del fin de semana. Añoraremos esos días de no hacer nada y mirar Netflix. No querremos salir nunca más de nuestras casas. ¿Para qué? Si la gente, en este mundo, está de más.
Vuelven las peñas con amigues y la posibilidad de que, reestablecido ese contacto, te pidan que les salgas como garante o les cuides el perro cuando se vayan de vacaciones. Vuelven los besos y los abrazos no deseados. Vuelven los domingos con tu familia gorila. Vuelve Lamothe a la tele, a hacer de cura, con las mismas expresiones de siempre. La historia se escribe como drama, se repite como farsa y se promulga como protocolo. En el medio, sin darnos cuenta, aprendemos que quizás vivir en sociedad no es para todes, y le damos las gracias a un virus que nos hizo creer que de esta íbamos a salir mejores. Y no. Seguimos destruyendo el planeta y estacionando en doble fila. Pero ahora, al menos, aprendimos a lavarnos las manos. Somos, sin lugar a dudas, el resultado de lo que hacemos. Y hacemos lo que podemos, aunque Ivana Nadal nos quiera hacer creer lo contrario.
Vuelven los boliches y con ellos la ilusión de que, en algún lado, lejos nuestro, la fragilidad de la juventud y el amor explosivo siguen intactos. Al calor de esas luces se gestarán las nuevas generaciones que no sabrán (y esperemos que así sea) lo mucho que un barbijo nos hacía transpirar el bozo.