El sociólogo Ernesto Meccia vuelve a bucear en las historias y miradas de los varones gays, adultos y jóvenes, a la luz de las nuevas leyes, los nuevos espacios de socialización y el mundo virtual de Grindr.
En un simple ejercicio de rastreo en los grandes centros urbanos, podemos ver que aquellos espacios que hasta hace unos 10 años eran exclusivos para el encuentro de la comunidad LGBTIQ+ han, prácticamente, desaparecido. ¿Dónde y cómo se encuentran, conocen y reconocen las juventudes diversas de hoy? ¿Y cómo lo hacen, además, les adultes y viejes de la comunidad? ¿Qué pasó con el clóset en la era de la visibilización y viralización de nuestras identidades?
El escritor y sociólogo Ernesto Meccia, docente de la UBA y la UNL, en una nueva y ampliada edición de Los últimos homosexuales (Ediciones UNL-Eudeba), vuelve a sumergirse en los relatos, recuerdos y vivencias de varones gays para dar cuenta de que los ritmos del cambio social y el de las subjetividades individuales no siempre van de la mano.
—En la primera edición analizaste ese tránsito de la homosexualidad a la gaycidad en el relato, justamente, de esos últimos homosexuales. ¿Cuál fue la búsqueda que emprendiste en esta nueva edición para continuar ese relato?
—Cuando escribí la primera edición estaba obsesionado por el cambio social. Era evidente que el mundo en el que se habían socializado los protagonistas del libro se derretía día a día. Imaginemos que nacieron en los años 40, 50 y 60, fueron jóvenes en los 70, 80 y 90 y yo los estaba entrevistando a partir del 2008. Mucha agua bajo el puente. Lo que quise documentar fue cómo una misma subjetividad puede procesar los cambios sociales. Uno desde afuera puede pensar que como los cambios son buenos los gays que vienen de otra época les darán la bienvenida. Sin embargo, en el libro quedó demostrado que eso no es tan fácil subjetivamente. Aún dentro de la vieja homosexualidad, los protagonistas del libro se habían acostumbrado a vivir y tenían un mundo en el que sabían moverse. En la nueva edición quise seguir tomándome en serio la idea de cambio y seguir sus huellas diez años después; algo así como documentar los cambios del cambio. A veces hago paralelismos entre las personas que salen de un lugar oscuro donde estuvieron mucho tiempo y los últimos homosexuales. Primero cuesta ver lo que está a plena luz, las pupilas tienen que tomarse un tiempo para acostumbrarse y ver nítido. Así imaginé a los últimos homosexuales cuando decidí hacer esta edición: primero extrañados por la liberación y diez años después más “tranquilos” para ver todo lo que trajo el cambio social; esa tranquilidad cognoscitiva les permitiría evaluar en mejores condiciones el presente.
—La cuestión espacial es muy importante en el libro y según las etapas que vos fuiste identificando se pasó de una sociabilidad en determinados espacios públicos (aunque bastante ocultos), a algo un poco más visible como los boliches gays y hoy las apps como Grindr. ¿Qué dicen esas etapas respecto de la sociabilización y visibilización de las diversidades sexo-genéricas?
—Me interesa la cuestión espacial cuando pienso en los grupos discriminados porque te lleva a pensar en las luchas por el espacio público. Ceno seguido en la esquina de mi casa en Buenos Aires, enfrente del restaurante hay una iglesia. Siempre miro a un señor bastante mayor, que es gay. Cena solo, mirando la calle. Lo cierto es que, en el restaurante, cuando hay fútbol, el volumen de la televisión está alto. A ese sonido tenés que sumarle las campanadas de la iglesia. Allí se está haciendo un uso auditivo del espacio público. Miro al señor y me pregunto qué pasaría si pide que cambien de canal y pongan la transmisión de una ópera con un volumen similar. Me cuesta imaginar reacciones amables porque va de suyo que sólo algunas cosas se pueden escuchar. Así funcionan los privilegios. Y esto que te digo de los sonidos podemos trasladarlo y pensar en los cuerpos que se pueden ver en el espacio público. Ahí nos daremos cuenta de lo limitado que es, tanto como la idea de ciudadanía careta que lo acompaña. Los grupos discriminados tienen conciencia de esto, y no hablo siempre de una conciencia política; también hablo de una conciencia de “bajo perfil” relacionada con la supervivencia ante el usufructo agresivo del espacio. Por eso 40 años atrás la socialización sexual entre los gays se daba en lugares como los baños públicos y era secreta. Lo que tendríamos que ver ahí no es un juego de las escondidas sino la construcción de un espacio propio sobre el mapa restrictivo de la ciudad pakitocrática. Años más tarde aparecieron lugares específicos para los gays: discos, pubs, clubes de sexo y un circuito callejero visible. Todo esto al amparo de la democracia. Esta concentración territorial está muy aminorada en la actualidad. Si vemos el mapa de la guía gay de Buenos Aires, veremos una notable dispersión. Aunque parece que Palermo es el lugar más friendly de la ciudad. Sin embargo, muchos entrevistados señalan que aún en ese lugar, si transitás como un gay “normal” está todo bien pero que si pasás a las demostraciones de afecto la podés pasar mal. Es claro que el espacio público sigue siendo público para un público y prestado (bajo ciertas condiciones) para otro. Hay noticias que nos informan: gays, lesbianas, trans y toda clase de cuerpos que no se alinean en lo que el espacio público quiere ver pueden tener problemas. La lucha por un espacio para todxs no tiene fin. En el medio llegó Grindr, una invención tecnológica indisociable de la magia, que nos hace pensar en otro foco de socialización despegada del territorio. Ojalá vengan más investigaciones al respecto, las que leí hasta ahora me parecen prejuiciosas. Hace diez años los protagonistas del libro vivenciaban con recelo la deflación de la concentración espacial para la socialización y también la aparición de la tecnología. Diez años después el sentimiento nostálgico coexiste con un menor recelo hacia la vida gay, bastante menor en algunos testimonios, te diría. Pareciera que las pupilas hicieron su trabajo de reacomodamiento y funcionan de otra forma, inclusive dentro del Grindr por donde muchos de los últimos homosexuales (adultos mayores) transitan para delicia de algunos jovencitos.
—Indagaste sobre la salida del clóset en los dos grupos investigados ¿qué fue lo más interesante que encontraste en esos relatos?
—Entrevisté a gays mayores de 60 y menores de 30. Los resultados son sorprendentes. La cantidad de información que los jóvenes manejan desde la adolescencia es mayor. Podemos observar un cambio en la cognición social del género y la sexualidad en los nacidos a partir de los 90. En la producción de ese cambio convergen las luchas de los movimientos LGTBIQ, los aportes del feminismo e Internet y la socialización en redes que les dan un nivel de autonomía informativa importante. Si la salida del armario era un proceso largo y tortuoso para los mayores, para centennials y millennials es algo bastante menos largo y dramático. Te cuento que varios entrevistados pusieron en duda o negaron la existencia del clóset. Me decían que salían del clóset quienes habían decidido aclarar aquello que tenían oscurecido en su interior y que ese no era el caso de ellos: ellos pudieron “tardar” (un poco) en hablar con sus padres, pero siempre tuvieron claro que no había nada malo en su orientación sexual, nunca tuvieron nada oscurecido en su conciencia. Para que tengamos una idea del contraste: los gays menores de 30 hablaron con sus padres sobre su sexualidad a una edad aproximada de 18 años; la mayoría de los gays mayores de 60 nunca pudieron hacerlo.
—El corte temporal de la primera edición es 2011, justo después de la sanción del matrimonio igualitario ¿crees que esa ley tuvo que ver con la forma en que estos gays sub30 perciben su identidad, el clóset, el tiempo, el mercado?
—No quito importancia a ese gran hito histórico de igualación jurídica, pero me parece que los hitos empalidecen cuando nos ponemos a pensar los procesos sociales de cambio más amplios de los cuales son condición y resultado. Creo que tenemos que pensar que el matrimonio se montó sobre un proceso de cambio cultural muy profundo lo cual no quita que, al mismo tiempo, luego lo haya acelerado.
—Como sociólogo, ¿por qué te parece importante seguir indagando hoy, a la luz de las leyes y de la mayor visibilidad, sobre los modos de vivir, relacionarse y sentir de la comunidad LGBTIQ+?
—Porque las leyes habilitan buenas cosas, pero no las aseguran. Trato de ser disciplinado intelectualmente: me cuido para no pensar en términos de triunfos, prefiero referirme a los avances, que representan algo distinto. Nada me asegura que en medio de esos avances sigan existiendo subjetividades lastimadas. Y soy de lxs que sienten el deber de hacer algo ante el dolor de lxs demás.